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Opinión

La trinchera

Pese a que en este verano se han perpetrado nuevas fechorías y a pesar de ridículos que no pasan inadvertidos yo reboso optimismo

Lunes, 26 de agosto 2024, 05:30

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Los milagros ocurren. Y, a veces, los sueños se cumplen. Aquello que resultaba imposible de creer, en ocasiones, sucede. Algo maravilloso e inesperado se abre paso a través de la jungla de lo inevitable y previsible, algo inaprensible cobra cuerpo y se instala en la realidad, contra todo pronóstico. En este mes de agosto, que ya casi se despide, he vuelto a comprobarlo. El más insólito de los hechos acontecidos es seguramente que, contra todo pronóstico, he reordenado mi biblioteca. Si a principios de este verano olímpico alguien me lo hubiese vaticinado, yo habría sonreído complaciente, pero incrédula, y habría negado con la cabeza. Porque había perdido ya toda esperanza de repasar y regalar su ubicación definitiva a cada uno de esos miles de volúmenes. Pero ahí están. En la pared norte, todo lo que tiene que ver con el periodismo, el arte de juntar letras, los idiomas y los viajes, disciplinas que en mi trayectoria han incurrido impunemente en el mestizaje. Sobre el muro este, la no ficción, con un hueco reservado para nuevas ideas sobre cómo se desarrollará el siglo XXI, el de la realidad ampliada, y con una sección de libros religiosos que, catalogados como no ficción, retratan una fe que ni yo misma reconozco del todo. El norte para las novelas, separadas por países y con significativas calvas en el continente asiático. Junto a la escalera, una estantería solamente para Latinoamérica, donde la ficción y la no ficción se funden en un único relato, como en Macondo. Cubriendo las espaldas de mi escritorio, la música, siempre fiel. Y en el flanco este, en estanterías desbordadas y con libros aparcados en segunta y tercera fila, la historia de España, todavía en busca de sentido y equilibio.

Al tiempo que los goles de la Eurocopa se colaban a gritos por las ventanas y París sucumbía al reto de la universalidad de los juegos, la biblioteca ha ido tomando forma, en ratos perdidos pero obviamente ganados. Es cierto que queda mucho por hacer. Mientras escribo, de reojo, veo un «Diario de viaje« de Fray Tomás de la Torre junto a un «Códice Calixtino« , que deberían estar separados por tres siglos. Y los comentarios de Enrique de Sena sobre las fotografías de Salamanca de Venancio Gombau, que deberían estar bajo llave, porque son como una peligrosa droga. Apenas levanto la tapa, se desvanecen el tiempo y el espacio y me olvido de que tengo que seguir dándole a la tecla para ganarme la vida. Pero el grueso, la estructura, es ya un hecho. Y en su solidez me atrinchero gustosa, como en un búnker, contra todo lo que venga. Es una sensación de paz, como de haber terminado de pagar la hipoteca y contemplar todavía años por delante. Y de esperanza, como si las batallas que damos por perdidas pudieran volver a librarse.

Por eso, a pesar de que en este verano se han perpetrado nuevas fechorías, sólo reversibles en largos, tediosos y heróicos procesos constitucionales, y a pesar de ridículos y humillaciones que ni en el estío pasan inadvertidos, ni aquí ni en el resto de Europa, yo reboso optimismo. Y comienzo el curso con certidumbre y confianza. Me sumo a Paul Jourdan-Smith, otro irreconducible bibliófilo, que en los días más oscuros de la Gran Depresión estadounidense escribió este sentido homenaje al poder de la lectura: «Este no es el momento para que un coleccionista abandone sus libros. Puede que tenga que abandonar su casa, renunciar a su viaje a Europa y deshacerse de su coche; pero sus libros lo esperan pacientes, para ofrecerle confort y regocijo. Le dirán que los bancos, incluso las civilizaciones, ya se han hundido antes, que ya hubo gobiernos a punto de irse a pique y que los hombres han sido tontos en todas las épocas, pero que se trata de algo muy divertido. Los dioses se ríen al ver lo que sucede. ¿Por qué no deberíamos seguir su ejemplo?».

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