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El estrado de mármol verde está recién pulido y las alfombras rojas extendidas. Los 152 metros de edificio en vertical, fruto de la fusión del talento y los egos de Niemeyer y Le Corbusier, que se alzan sobre el East River de Nueva York, acogen ya a unos 130 jefes de Estado y de Gobierno, representantes de buena parte de los 193 Estados miembros de Naciones Unidas y que forman una especie de parlamento mundial. Están ya pronunciando discursos sobre los principales problemas del mundo y el tema central de esta asamblea general es el llamado Pacto de la ONU para el Futuro, por el que nos comprometeremos conjuntamente a reformar el Consejo de Seguridad. África, la región de Asia y el Pacífico, América Latina y el Caribe estarán mejor representados y el Sur Global adquirirá visibilidad porque el Consejo ya no reflejará únicamente a las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, sino que será «más representativo, inclusivo, transparente, eficiente, eficaz, democrático y responsable».

Sé que son palabras que, de puro grandilocuentes, suenan un poco vacías. Y sé que, a la hora de la verdad, muchas de las resoluciones de la ONU seguirán quedando en nada. Pero es digno de elogio el hecho de que una organización reconozca que no es capaz de dar respuestas efectivas a las crisis presentes y trate de poner remedio, como también lo es el que, a partir de la Sociedad de Naciones, la Humanidad encontrase una forma de intercambiar puntos de vista para evitar llegar a las bombas, al menos en muchos de los casos.

La ONU no es perfecta y el multilateralismo no es perfecto, pero lo perfecto es enemigo de lo bueno, dijo Voltaire. Y no podemos olvidar que, para muchos países pequeños, para los menos influyentes, esta es la única oportunidad de hacerse oír. El precio de este esfuerzo multilateral es tener que escuchar a una sarta de sátrapas, terroristas e incompetentes. Y el peligro es poner el énfasis del pacto en la palabra «futuro», porque el futuro es una entelequia, no es de nadie ni nadie lo puede asumir. Es sólo un punto incierto entre el presente y la muerte, entre el ahora y la extinción.

Lo verdaderamente importante es subrayar la palabra «pacto», porque ese consenso entre naciones es lo que acerca a la ONU más a un espejo de lo que querríamos ser que a un modelo de lo que somos.

Es una oportunidad para que la ONU vuelva a comprometerse con sus valores fundacionales y para dotarnos de nuevos y mejores instrumentos con los que afrontar un rosario de crisis que nacen y se reproducen más rápido que nuestra capacidad de resolverlos. Es una oportunidad de responder para nuestra generación. Per aspera ad astra.

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