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Rogamos y suspiramos por que Valencia regrese lo antes posible a la «normalidad«, entendiendo por este término aquella rutina tediosa y anodina, de la que a menudo intentamos escapar en cuanto se apodera de nuestra vida, ese plácido e inquietante no pasar nada. Nos sucedió lo mismo durante la pandemia, cuando también nos empeñábamos en no asumir que la verdadera normalidad es el rosario de sucesos inesperados, curvas peligrosas y socavones insólitos que marcan hitos en todo camino de la existencia. Para empezar, nos obstinamos en negar la mayor, la muerte, alejados de los cementerios incluso en Todos los Santos y viviendo como si fuéramos a hacerlo eternamente. Educamos a nuestros hijos como si nunca les fuera a pasar nada, como si les esperase ahí fuera un mundo de Peppa Pig, y después nos asombramos por su falta de capacidad para reaccionar ante la contrariedad. Perseveramos en la idea del colocarse, del trabajo fijo, de forma que nos encontramos perdidos cuando el frágil hilo conductor falla. Recuerdo a mi primer jefe, al que despidieron cuando yo llevaba sólo unas semanas en mis primeras prácticas. Con mi mejor intención le deseé suerte y me respondió que la suerte se trabaja y que lo primero que hay que hacer al llegar a un trabajo es empezar a buscar a dónde te irás cuando te marches de allí. Y este principio vale para todo. Basta con entrar en la página en la que el Estado informa constantemente del estado de las cuencas. Entra uno en el Duero, busca el enlace del Tormes (https://www.chduero.es/documents/20126/706449/ES020_0025_12-1800004-11_TORMES_SALAMANCA.pdf) y comprueba si su vivienda está ubicada por debajo o por encima del nivel de remanso. Y de acuerdo a eso toma las precauciones correspondientes. Porque una vez cada cincuenta o cada cien años va a inundarse, si se encuentra en zona roja. Y eso no es vivir en el pesimismo, sino con las luces largas puestas. Conviene saber qué hacer en caso de incendio o en caso de apagón. Conviene pensar que no es imposible que volvamos a vivir una guerra, para no dejar de hacer lo imposible por evitarlo. Y conviene, al votar, pensar para los cargos y las autoridades en personas inteligentes, con capacidad de gestión y con sentido del bien común, porque el día que llegue la desgracia, que como vemos llega, estaremos en sus manos. Y aunque debemos exigir que cumplan con sus responsabilidades, por descontado, lo que no podemos esperar es que hagan milagros, ni que las autoridades nos saquen siempre del atolladero. Hay que poner de nuestra parte y prevenir. Sin ansiedad y con fundamento. Sin zozobra y con cordura. Sin enfoques apocalípticos pero con prudencia. Porque lo verdaderamente normal es lo imprevisto, lo súbito y lo impensable.
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