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En la primavera de 2014, Donald Trump se compró un campo de golf en el pequeño pueblo de Doonbeg, frente a la costa oeste de Irlanda. Eran duros tiempos de crisis y aprovechó una ganga de unos 15 millones, una operación redonda. Pero apenas se dispuso a disfrutar de su adquisición, se dio cuenta de que no metía ni una bola y lo achacó al viento. Como Trump está convencido de que no hay problema que no se solucione con un buen muro, encargó los planos: tres kilómetros de muro de cuatro metros de altura y de casi doscientas mil toneladas.
Nunca llegó a construirse porque el muro atentaba, además de contra numerosos principios medioambientales y paisajísticos que hicieron valer las autoridades locales, contra la supervicencia de una especie de caracol en peligro de extinción, el «vértigo angustiar». Pero mientras duró la disputa legal, el pueblo de Doonbeg estuvo paralizado. Nadie movía un euro en la región amenazada por el mamotreto. Así estamos ahora en Europa, donde hace meses que no se mueve un papel. Cuando digo Europa no me estoy refiriendo a la burocracia de Bruselas, que también, sino a la Europa de los proyectos económicos, empresariales y comerciales. Incluso alguna gran opa bancaria anda atastaca hasta ver qué pasa mañana en Estados Unidos. El único sector que sigue funcionando a todo tren es el armamentístico. Resulta sorprendente que las democracias europeas estén desviando tal cantidad de dinero público a la compra de armamento, recursos que en última instancia se sustraen necesariamente a la Educación, la Sanidad y demás servicios básicos, sin apenas debate público al respecto. El Instituto Internacional de Investigación para la Paz, con sede en Estocolmo, calcula que Europa prácticamente ha duplicado sus importaciones de armas sin que siquiera lo hayamos hablado. Pero a excepción de este sector, todo parado. Porque el resultado de las elecciones estadounidenses será decisivo para nosotros y, sin saber a qué atenerse, nadie mueve ficha.
No se espera nada bueno si gana Harris: mantendrá el proteccionisno comercial contra la UE, como ha hecho Biden, y seguirá presionando a los socios de la OTAN para que nos sigamos armando hasta los dientes. Pero si gana Trump, se espera lo peor. Trump no sólo ha amenazado de forma explícita con abandonar el liderazgo de la OTAN, sino que desea abiertamente cambiar de aliados. Ha dejado entrever que dará vía libre a Netanyahu en Israel y a Putin en el este de Europa. Cuenta además con utilizar a las fuerzas autócratas entre los nuestros para dividir, y por lo tanto debilitar, a la UE. Esto nos aboca a una posición muy vulnerable y en territorio de nadie, presa fácil en mar de peces muy gordos.
Los gobiernos europeos cuentan, además, con una guerra comercial. Trump ya tomó al asalto el libre comercio, el principio sobre el que se ha basado nuestra prosperidad desde la postguerra, a finales de 2018. Impuso aranceles de hasta el 25% al acero y al aluminio europeos y tuvimos que hacer rogativas y genuflexiones para obtener una tregua que expira, anoten la fecha, el 25 de marzo de 2025. Los aranceles tendrían efectos devastadores sobre la fabricación de maquinaria, los productos químicos o la industria automovilística a los que los gobiernos europeos le tienen puesta cifra. Sólo la economía alemana, el motor, perdería 180.000 millones de euros en los primeros cuatro años. Y todavía hay un tercer y peor escenario, la posibilidad de que no haya una claro ganador o que el perdedor no lo acepte.
Ahí los daños se vuelven ya incalculables y la espiral geopolítica global que se pondría en marcha imposible de predecir. Conviene tener en cuenta la llegada de las DANAS antes, no después. La previsión es la clave de la gestión de las crisis financieras, las pandemias, las inundaciones y también los cambios en las relaciones internacionales. Aunque sin derrotismos. Recordando que a veces, para plantar cara a los peores augurios, hace falta tan solamente la fuerza de un caracol.
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