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Ropas

Podemos decir que ropas y vestidos han sido testigos de cómo ha evolucionado nuestra visión del mundo

Domingo, 11 de mayo 2025, 05:30

La historia de lo que hoy vestimos nos retrotrae, en última instancia, a las épocas en las que el ser humano buscaba combatir el frío mediante prendas de abrigo, las cuales, en un principio, serían las pieles de los animales que cazaban. Transcurridos miles de años, podemos decir que ropas y vestidos han sido testigos de cómo ha evolucionado nuestra visión del mundo. Incluso podría escribirse la historia de esa evolución a través de los ropajes utilizados por los distintos pueblos y civilizaciones. Ahora la moda es un arte que cotiza en bolsa.

No es exagerado afirmar que en los últimos cien años las ropas más usadas en el mundo provienen de dos fuentes mayoritarias: el algodón y el petróleo. El algodón lo hemos asociado, acaso inconscientemente, a las plantaciones en Estados Unidos, al señorío sureño, a la esclavitud y, con el paso del tiempo, a las grandes marcas de ropa cuyas etiquetas adheridas o impresas en pantalones, camisas y camisetas se reconocen en todo el mundo. Últimamente las pieles están mal vistas, el lino y la seda siguen asociados al lujo y además su producción es cara. Rayones y viscosas sintéticas compitieron durante un tiempo con el mercado de la seda. La lana, por desgracia, ha conocido tiempos mejores.

Entre los productos derivados del petróleo, el nylon gozó del mayor éxito desde su primera aparición comercial. Se dice que cuando en 1939 aparecieron en Estados Unidos las primeras medias fabricadas con esa materia, en tres horas se agotaron los cuatro mil pares disponibles. El químico que inventó el nylon se había suicidado dos años antes, por lo que no pudo disfrutar ni del triunfo ni de las ganancias generadas. A partir de esas fechas otras fibras sintéticas se popularizaron hasta alcanzar las mayores cotas de mercado. Me refiero a todas las variedades de polímeros sintéticos conocidos bajo diversas denominaciones en el mercado.

En los primeros quince años de este siglo la producción textil se duplicó a nivel global a medida que las prendas se hicieron más fácilmente desechables. Hacemos oídos sordos a los continuos avisos acerca de la precariedad —por no decir semiesclavitud en lo relativo a las condiciones de trabajo— en diferentes escenarios asiáticos, sin olvidar el daño medioambiental que genera el manejo de miles de toneladas de productos tóxicos. Nos da igual. Usar y tirar se ha convertido en una de las máximas actuales. La «fast fashion» compite con la «fast food» y otros muchos «acelerones» mercantiles provocados por la vorágine existencial posmoderna.

Las lanas que cardaban e hilaban nuestras abuelas y los calcetines que tejían al amor de la lumbre en las largas noches de invierno, apenas permanecen en el recuerdo de quienes gozamos de una lejana infancia rural. En fin, asumamos que en buena medida somos lo que vestimos.

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