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Con motivo de las fiestas de Filología y Bellas Artes, los decanatos de ambas Facultades tuvieron la feliz idea de convocar un concurso de pintura que reflejara las múltiples bellezas del Palacio de Anaya y su incomparable entorno. Así, a lo largo de una luminosa y primaveral jornada de abril florecieron en los jardines de la plaza caballetes, lienzos, tablas y pinceles para que un buen número de artistas plasmaran las excelencias paisajísticas y arquitectónicas de ese espacio único en el corazón de Salamanca. En efecto, la Plaza de Anaya es probablemente la segunda más hermosa de la ciudad. No faltan en ella motivos de inspiración que recreen tanta armonía.
Allí se aquieta el apresurado trajín de los viandantes y las hordas de turistas que irrumpen desde la Rúa camino de las catedrales. Allí surgen frondosos árboles que cabecean levemente cabalgando hacia las alturas. Allí, bajo su ramaje circula una muchedumbre abigarrada y bulliciosa de estudiantes que, cuando el calor aprieta y el aire se torna incandescente, se acogen sobre el césped al frescor de la generosa umbría. Al levantar la vista, una combinación de piedras doradas y granitos grisáceos pone cerco a la mirada desde los cuatro puntos cardinales. En las noches de verano la luna se abre de par en par y admira silente la plaza para retirarse cautelosa al entredorar el día. Nunca agradeceremos lo suficiente al general Thiebault el derribo de las casas intermedias que le impedían ver la magnificencia de la catedral desde su despacho en la planta noble del Palacio. Sin duda, el ilustrado gabacho tenía un gran sentido de la estética urbana (y también de la administración universitaria, dicho sea de paso).
El Palacio de Anaya se encarama sobre su soberbia escalinata protegido por cuatro columnas cuyos capiteles de festones y volutas sostienen el frontón triangular. Arriba, en lo alto, por encima de la cornisa y del escudo, siluetean las cigüeñas camino de los pináculos. El edificio nos habla del inagotable trasiego de gentes a lo largo de su historia. Hoy sus recios muros albergan un agitado discurrir de saberes bajo la avizorante mirada de Unamuno desde su pétreo pedestal. Se diría que el viejo filólogo va anotando día a día el inacabable devanar de historias entretejidas en cada rincón, historias que reverberan en el eco de las bóvedas y conviven con el tapizado de vítores en los muros, con el zureo de las palomas en las repisas y el crotorar de las cigüeñas en las chimeneas.
Quienes tuvimos la suerte de movernos durante décadas por los espacios privilegiados de ese templo de las Letras, hoy Facultad de Filología, sentimos que entre sus muros hemos dejado esencias y vivencias imposibles de apreciar por quienes solo por unas horas escrutaron con ojos de artista tan imponente belleza.
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