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Es una sensación extraña. Imagino que no solo me habrá pasado a mí. Esa de que un día vas por la calle caminando por una zona que hace tiempo que no frecuentas y, a llegar a una esquina, notas algo raro. El paisaje ha cambiado, pero no sabrías precisar en qué. Como en ese clásico pasatiempo de «Descubra las siete diferencias», pero aquí se trata de identificar solo una. Una solo, sí, pero bien grande. Hasta que caes en la cuenta de que aquí estaba ese kiosco de toda la vida. Y te pones triste recordando tal vez que allí le comprabas los regalices a la señora Carmen, o aquellas breves charlas que tenías con su marido, el señor Manolo, cuando ibas a recoger el periódico dominical con el coleccionable. Esta semana caía en la plaza de la Fuente otro veterano kiosco, uno más, víctima de la revolución de los tiempos, otra muesca en la empuñadura. Claro, si preferimos el móvil para enterarnos de lo que pasa, alguien tendrá que salir perdiendo. Esta vez, han caído doña Carmen y el señor Manolo, porque de gominolas no se puede vivir.
Con estas cosas una ciudad como Salamanca pasa página y se renueva. Hasta hace cuatro días, las calles estaban sembradas de cabinas de teléfonos y de kioscos que prestaban una función social. Prueben ahora a mostrar una foto de una cabina a cualquier adolescente y prepárense para cualquier respuesta sorprendente. Para varias generaciones, elementos urbanos como las cabinas y los kioscos arrastran muchos componentes emocionales de nuestra biografía, desde esa primera llamada a la chica que te gustaba y que no podías hacer desde tu casa hasta la primera crónica periodística para la que necesitabas contar con las monedas de duro suficientes. Tanto las cabinas como los kioscos han perdido la batalla de la tecnología, pero las emociones siguen latentes en otros medios y otros lugares.
No es bueno apegarse emocionalmente demasiado a las cosas. Así lo creo. Este último año tuve que afrontar junto a mis hermanos el vaciado de nuestra casa familiar, un reto al que muchos de ustedes han tenido o tendrán que enfrentarse alguna vez en la vida, a menudo después de una pérdida dolorosa. Abriendo cajones de armario sientes que se reavivan recuerdos a modo de chispazos fugaces que generan por igual sonrisas, comentarios o silencios emocionados. Pero ya. Hay que dejar sitio al presente y al futuro. Revender, donar o simplemente, peregrinar una y otra vez al Punto Limpio del barrio termina por ser un hábito sanador para el alma. Las reliquias están mejor en las iglesias. Y en tu casa, solo las justas: solo aquellos tesoros que decides convertir en pequeño mausoleo de tus seres queridos. Todo lo demás, sobra, como la ropa que ya no te entra o el teléfono de la ex a la que nunca, nunca has pensado volver a llamar ni de madrugada después de seis copas.
Hoy día ya en nuestras calles ya no hay cabinas y quedan apenas un puñado de kioscos, pero nos ponen muchos bancos, jardineras y hasta macetas para que parezca que estamos en el campo y las abejas hagan su función polinizadora como está mandado. Pues miren, yo en lugar de tanto tiesto y tanta jardinera que recorta espacio para el paseo prefería más solares abandonados convertidos con parques con confortables zonas de sombra y descanso para los ciudadanos. Ojalá se tomasen más medidas efectivas para que los vecinos del centro no tengan que huir por no poder sumir alquileres impagables. Y que no convirtamos nuestra zona histórica en simple escenario para las fotos que los turistas subirán a sus redes sociales. Mueren las cabinas y los kioscos, pero intentemos que vivir en el centro no se quede en otro recuerdo añorado, otra reliquia del pasado.
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