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Racistas de graderío

Me temo que ninguna campaña de concienciación erradicará a corto plazo estos brotes animales que surgen de la masa

Miércoles, 19 de febrero 2025, 06:00

Yo no sé si España es un país racista, y con esto ya anuncio que en este artículo no llegaré a ninguna conclusión. El tema viene a cuento de los últimos episodios vividos en la pasada jornada futbolera, donde se interrumpió un partido en Barcelona tras escucharse insultos racistas proferidos desde la grada. Pasa a menudo, y no está de más plantearse hasta qué punto estos incidentes, que ocurren con estrellas de la Liga pero también en los campos de infantiles, son la punta del iceberg de una corriente de pensamiento tenebrosa que amenaza la convivencia ciudadana.

Ante todo, me parece muy bien que los organizadores de eventos deportivos sean firmes a la hora de no dejar pasar ni uno de estos comportamientos. Nuestra sociedad ha cambiado mucho desde que, cuando yo era niño, los estadios coreaban impunemente todo tipo de barbaridades contra la estrella rival, el defensa leñero o, sobre todo, el árbitro de turno. La cosa no quedaba ahí: hasta los años 80 del siglo pasado, era habitual el alquiler de almohadillas para paliar la incomodidad de la grada de cemento. Al final de muchos partidos, estas almohadillas llovían hacia el campo para expresar el descontento del respetable, y a menudo el árbitro era el objetivo . Y no pasaba nada. Desde entonces la sociedad ha cambiado, y mucho. Aunque no lo suficiente.

Hoy en los estadios del fútbol profesional hay butacas y en ellas asientan sus traseros espectadores formados en la cultura del respeto. Pero cuando se convierten en masa exaltada, a esas fijas convicciones se les aflojan las tuercas. Lo que termina moviendo a la mayoría de los espectadores de los llamados deportes de masas es el sentimiento de la pertenencia de tribu y la defensa ciega de unos colores contra los del rival, los míos por encima de todo. Es como si las camisetas y las bufandas infundieran al personal un espíritu atávico que deja a menudo de lado los valores objetivos del respeto por los deportistas, el juicio ecuánime basado en el reglamento, hasta la coherencia de las propias convicciones. Cuando nos ponemos en modo masa nos patinan las neuronas en muchos de estos aspectos. Y pese a que la inmensa mayoría tiene, dentro y fuera del estadio, dos dedos de frente, el integrante de la tribu que fuera del estadio ya viene siendo algo agresivo o un poco bocazas sobresale dando la nota.

«Si tuvieras que reconocer alguno de estos comportamientos. ¿tú eres más racista o más machista?». La pregunta con la que David Broncano invita a menudo a sus invitados de «La Revuelta» a hacer autocrítica no es ninguna tontería: casi todos negaremos desde la teoría ser una cosa u otra, pero en el tema que nos ocupa, la verdadera respuesta se obtiene cuando el diferente entra en nuestro barrio, nuestra familia, nuestra comunidad de vecinos. Se nos llena la boca hablando de la globalización, y cuando aquel futbolista magrebí marca goles para nuestro equipo, es un crack, un máquina, qué buen chaval. Pero si el magrebí, el negro o el oriental pertenecen a la tribu rival, son una amenaza de la que hay que defenderse. Y es cuando desde la grada aflora ese tipo de grave discapacidad intelectual, ese racismo que quizás estuvo hasta entonces latente pero ahora se manifiesta en todo su esplendor, desvelando en el insulto ese sentimiento de superioridad racial que es la verdadera lacra: «¡Puto moro!».

A su alrededor, los vecinos de localidad los encubren con su silencio cómplice y cobarde. Con suerte para ellos, el asunto no les salpicará. El tema será objeto de debate en los medios, se escribirán columnas como esta, pero me temo que ninguna campaña de concienciación erradicará a corto plazo estos brotes animales que surgen de la masa. Harán falta generaciones y muchos planes educativos. Y no las tengo todas conmigo.

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