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Ha sido la frase del fin de semana. «Me he roto». Sin consuelo, hundida, entre lágrimas, Carolina Marín resumía de la forma más gráfica posible cómo se encontraba después de que el ligamento cruzado de su rodilla derecha dijera basta cuando acariciaba la final de bádminton en los Juegos Olímpicos de París. España entera lloró junto a ella. Toda España se unió a su dolor. Todos, en suma, vivimos su adversidad.
Y mientras la deportista onubense intenta ya curar su rotura, fruto de la mala suerte, su país se resquebraja a pasos agigantados. Se fractura. Se rompe. Y no por infortunio precisamente.
Roto está el Consejo General del Poder Judicial, que ni a la tercera ha conseguido elegir a su presidente, ofreciendo una imagen lamentable que difícilmente podrá superar.
Roto como quien dice camina el PSOE después del pacto con Esquerra Republicana de Catalunya, que entrega al gobierno catalán la posibilidad de una autonomía fiscal plena. Ya no es solo Emiliano García-Page quien le responde a Pedro Sánchez «hasta aquí hemos llegado». Javier Lambán desde Aragón, Miguel Ángel Gallardo desde Extremadura, Juan Lobato desde Madrid, Adrián Barbón desde Asturias y hasta Luis Tudanca -sí, no se froten los ojos- desde nuestra Castilla y León criticaron un acuerdo por el que Cataluña consigue una financiación singular y privilegiada con respecto al resto de territorios de lo que hasta ahora se llama España.
Al secretario provincial socialista en Salamanca, David Serrada, sin embargo, le mola el planteamiento federalista de Sánchez. Reclama para Castilla y León, con ingenuidad -¿o es desvergüenza?-, el mismo acuerdo que se ha cerrado para Cataluña. No sé qué parte de la palabra «privilegio» no ha entendido. O quizás la comprenda perfectamente sintiendo el beneficio de continuar como diputado nacional otros tres años más.
La derecha también deambula rota. Después del órdago sin cartas de Santiago Abascal, el Partido Popular pide que el mes de agosto dure otros treinta y un días más, porque la vuelta al cole -digo al gobierno- se les va a hacer muy cuesta arriba. Vox ya prepara una estrategia con la que pretende meter el dedo en el ojo de los populares en las comunidades autónomas donde cogobernaban para que se acuerden de que lo que queda de legislatura no va a ser un camino de rosas.
Hasta los nacionalistas catalanes muestran su fractura día tras día. Mientras ERC aireaba el beneficioso pacto para hacer presidente de la Generalitat al socialista Salvador Illa, Puigdemont anunciaba que les iba a aguar la fiesta presentándose el día de la investidura para protagonizar una detención-espectáculo que difícilmente se olvidará. La verdad es que tiene gracia el personaje, si no fuera porque en su despacho se cuece, en estos momentos, el futuro de nuestro país.
Una nación rota, desgarrada, dividida por la acción de un presidente del Gobierno que de la fractura hace virtud. Que se desenvuelve a la perfección en la desavenencia, que triunfa allá donde siembra discordia, que es capaz de sobrevivir -escribió hasta un manual- cuando todos los puentes están destrozados.
Pero el problema no es él. Llevo diciéndolo mucho tiempo. Después de tantos años, y a pesar de que nunca deja de sorprender, cada vez es más fácil verle venir. El verdadero drama lo conforman todos aquellos que lo apoyan sin fisura alguna, los que pronuncian «sí bwana» tapándose la nariz, los que traicionan a sus votantes sin despeinarse, los que -si nadie lo remedia- van a terminar rompiendo la nación que los vio nacer. Al tiempo.
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