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Los más jóvenes no lo recordarán, pero hubo un tiempo en el que se contaba un chiste macabro que definía al ciudadano portugués como una persona que nacía en Portugal, trabajaba en Francia y venía a morir a España. El chascarrillo hacía referencia a la cantidad de emigrantes del país vecino que perdían la vida, allá por los años setenta del siglo pasado, en la nacional 620 a su paso por la provincia de Salamanca. «La carretera de la muerte» la llamaban.
Y tampoco habrá muchos que se acuerden de los kilométricos atascos que se producían en los meses de julio y agosto en el centro de la ciudad, porque no contaba todavía con una mísera circunvalación de la que disfrutan ahora mismo la mayoría de los pueblos españoles con cierta entidad poblacional.
Fue un ministro franquista, Gonzalo Fernández de la Mora, quien en 1973 abrió la veda de las promesas que nunca llegaban a cumplirse sobre la construcción de autovías en nuestra provincia. Y así fueron pasando los años, con escalofriantes cifras de accidentes mortales, hasta que en 1997 nuestros ojos vieron el primer tramo desdoblado en dos carriles, justo en la variante de Santa Marta de Tormes.
A partir de ese momento, lentos como caracoles, los diferentes ministerios de Transportes -daba igual su color político- fueron haciendo realidad las ansiadas autovías. Primero la que nos conectó con Tordesillas, luego la que nos unió a Ávila, después la Ruta de la Plata y, por último, hace cuatro días como quien dice, el remate final de la calzada que nos lleva hasta Portugal. Un cuarto de siglo de obras que, a falta de buenas conexiones ferroviarias, al menos ofrecen cierta decencia en materia de comunicaciones por carretera a la provincia de Salamanca.
La inauguración de una autovía constituye un bonito fondo de fotografía para todo ministro que se precie. Otra cosa es hablar de su mantenimiento. Eso no vende. El cuidado de las carreteras se lleva todos los años un canchal de dinero que llega a la opinión pública en forma de insulsa nota de prensa. Y, claro, pues a veces al Gobierno de turno se le olvida invertir lo suficiente para que las autovías continúen desempeñando con eficacia el papel para el que fueron construidas.
Y ahora nos encontramos con que estas autovías que atraviesan de norte a sur y de este a oeste la provincia de Salamanca se han convertido en el país del bache, en el reino del socavón, en el imperio del badén.
Hagan la prueba. Circulen por la A-62 entre Salamanca y Ciudad Rodrigo y verán cómo prefieren arriesgarse a ser multados por circular por el carril izquierdo en lugar de cumplir las normas de tráfico y terminar en el taller más cercano para cambiar los amortiguadores. Por esa carretera pasa una media de 3.500 camiones al día. Y la falta de un mantenimiento adecuado ha hecho que hasta el propio ministerio de Transportes reconozca que el mal estado de algunos tramos constituye un riesgo evidente para la seguridad de los conductores.
Y si mal está la autovía de Castilla, dense una vuelta por la Ruta de la Plata. El inútil y constante parcheo no consigue resolver un problema que llevan padeciendo quienes circulan por esa vía de comunicación.
De un tiempo a esta parte, el Gobierno lleva gastándose unos diez millones de euros al año en conservar estas carreteras. Pero a pesar de la cantidad, lo cierto es que estos «retoques» no lucen y en cuanto llegan las lluvias y pasan unos meses, se convierten de nuevo en caminos de cabras que invitan a levantar el pie del acelerador. Los expertos reclaman una reforma integral. El problema es que este Gobierno tiene demasiados baches para ejecutarla.
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