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Tras plantar un árbol, escribir una docena de libros y tener un par de hijos, aún me faltaba participar en una serie de televisión. Esta curiosa carencia llamó la atención de mi hermana. Estos calores brutales del verano nos derriten las neuronas y nos alientan a tremendos disparates como presentarnos a un casting y exagerar un poco nuestras habilidades para el espectáculo. Como, por ejemplo, bailar el vals, imitar el canto de los pájaros tropicales, o tocar el fiscornio de puta madre.

Así que ahí me tienen ustedes programando el despertador a las cinco de la mañana de un lunes del mes de julio para un madrugón salvaje y suicida. Al poco arrastro por Federico Anaya en dirección a las Adoratrices una maleta con cinco cambios de ropa y una cara de sueño olímpica.

La serie producida por Amazon se llama Zeta y está protagonizada por una adorable pareja de veinteañeros enamorados. Lo que observo en rodaje es que el personal que parece más implicado emocionalmente en la causa, aunque desarrollando una explosiva mezcla de nervios, entusiasmo y buena voluntad, es el colectivo al que pertenezco, el de los figurantes, una heterogénea tropa de unas 25 personas que deambulamos de un lado para otro obedeciendo órdenes allá donde se instale la maquinaria: Plaza Mayor, Monterrey, Las Agustinas o Compañía.

Inauguro mi carrera en el mundo cinematográfico vertiéndome sobre la entrepierna un zumo de piña que pillé en camerinos. Un cambio imprevisto de vestuario que manda a la reserva mi primera equipación. Acaso adivinando mi torpeza o los nervios, producción me ignora para la primera escena.

En la segunda salgo a la palestra. Los protagonistas se abrazan en la Plaza Mayor. Yo acompaño a una elegante turista. Salimos charlando de los soportales en dirección a la fachada del Ayuntamiento. Aunque no la conozco y le entiendo menos (habla un portugués suave y cerrado), estamos casados. No me disgusta. Si estuviéramos en First Dates, aceptaría una segunda cita con ella.

Bueno, no. Me he metido demasiado en el papel. Recuerdo que estoy felizmente casado en la vida real. Ella, más profesional que un servidor, me señala el toro de la Espadaña. Yo le contesto que es precioso. Tras repetirlo nueve veces, el director dice que corten y nos vamos a otro lado, no sin antes probar un bocadillo de tortilla. «Hay demasiadas aventuras ahí afuera esperando ser vividas» leo en la mochila de una compañera. De eso se trata.

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