Puentes en vez de muros
«Su decisión de tender puentes ha sido uno de los motivos del rechazo que a veces ha recibido el papa Francisco»
José Ramón Flecha (*)
Domingo, 27 de abril 2025, 05:30
Tengo que reconocer que yo conocía mucho más la iglesia de Chile que la de Argentina. De Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, conocía algunos libros de homilías. Sabía que había tenido una gran influencia en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, Brasil.
Y sobre todo, admiraba el amplio y respetuoso diálogo que había mantenido con el rabino Abraham Skorka. Ya en la primera página del libro que recogía sus encuentros, el arzobispo Bergoglio se refería a los argentinos diciendo: «Por momentos, llegamos a identificarnos más con los constructores de murallas que con los de puentes».
Una vez elegido como «obispo de Roma», como gustaba presentarse, un jesuita como él eligió el nombre de Francisco, para hacer presente en el mundo del consumo la imagen del «poverello» de Asís. Por una parte, quería recordarnos una y otra vez las necesidades y el rostro de los pobres. Y al mismo tiempo, evocaba el encuentro entre Francisco de Asís y el sultán de Egipto Malek al-Kamel, allá por el año 1219.
La imagen de los muros y los puentes ha aparecido muchas veces en los discursos y en los escritos del papa Francisco. Edificar puentes ha sido una de las tareas principales de su ministerio y de su magisterio. Seguramente esa decisión, entendida como su misión, ha sido uno de los motivos del rechazo que a veces ha recibido y que él no ha dejado de percibir.
Cuando he tenido la alegría de concelebrar con él la santa misa en la capilla de la residencia de Santa Marta o de saludarlo personalmente en la Sala Clementina, he experimentado la fuerza de esa «vocación» a establecer un diálogo tan profundamente religioso como humanamente cercano. De hecho, la cercanía, la compasión y la ternura han formado la triada de los valores humanos que más frecuentemente ha recordado.
Junto a ellos, hay que subrayar la importancia de otros valores que nos acercan al mensaje evangélico y nos ayudan a imaginarlo en un mundo marcado por la prisa y la frivolidad, que él solía denunciar.
El primero de esos valores es sin duda la misericordia, «el rostro de Dios», que no puede ser ignorado en una sociedad caracterizada por la indiferencia. El libro sobre la misericordia, que le regaló el cardenal Walter Kasper, ha resumido y orientado su insistencia en el perdón de Dios a todos los que no se cansan de pedirlo con sinceridad.
La misericordia de Dios fue el lema del año santo extraordinario que convocó. La fe en la misericordia de Dios lo llevaba a comprender que «no todos pueden darlo todo», y a afirmar que la Iglesia está abierta a todos y que todos estamos llamados a la «santidad de la puerta de al lado».
Un segundo valor ha sido el de la sinodalidad. Esa apertura a todos había de ser entendida también al imaginar la vida de la Iglesia. En la Plaza de San Pedro le oí invitarnos a repetir con él una y otra vez: «La Iglesia es una familia». El papa Francisco entendía que en la Iglesia hay que estar dispuestos a escuchar todas las voces.
El diálogo, sobre el cual reflexionaba con el rabino Skorka, procuró llevarlo a los más olvidados y descartados de la sociedad. Su viaje a la isla de Lampedusa fue un gesto profético inolvidable frente al drama de la inmigración. Bien lo ha recordado don Gaetano, sacerdote de la diócesis de Agrigento, encargado de la vida cristiana de aquella pequeña isla.
El diálogo lo había llevado a dialogar con el imán Marwan Hill en Argentina y lo llevó después a participar en la Conferencia Mundial sobre la Fraternidad Humana, donde se reunió con el Gran Imán de al-Azhar, Ahmed el-Tayeb.
Pero el diálogo y el compromiso de la sinodalidad había de convertirse en un tema para los sínodos y en una misión impostergable para toda la Iglesia católica.
Y el tercer valor ha sido el de la esperanza, la «niña esperanza» que cantó el poeta Charles Péguy. El papa Francisco ha propuesto esta segunda virtud como lema para los peregrinos del jubileo del año 2025. Aferrados al ancla de la cruz de Jesucristo han de caminar con firmeza sin apartar sus ojos de la cruz, a pesar de las tormentas que él había evocado en aquella dramática oración con motivo de la pandemia.
«La esperanza no defrauda» ha repetido el papa Francisco, recordando a San Pablo. De ahí que, evocando la categoría de los «signos de los tiempos», acuñada por Juan XXIII, haya pedido que se conviertan ahora en signos de esperanza para la defensa de la vida, para la atención a los niños, a los jóvenes y ancianos, a todos los descartados y especialmente a los presos, a los que tantas veces visitó.
La esperanza ha de impulsar a los hombres de hoy a respetar la naturaleza, nuestra «casa común», a sentirse y aceptarse como «todos hermanos». Así lo ha recordado en las dos encíclicas que llevan por título palabras de san Francisco.
En medio de un mundo marcado por la guerra, que es siempre una derrota, como él ha repetido semana tras semana, la esperanza ha de llevarnos a construir los puentes de la paz y la concordia. Ese es el otro testamento de este papa que vino a invitarnos a no poner cara de pepinillos en vinagre y a recordarnos el «protocolo» sobre el cual seremos juzgados.
No deberíamos olvidar aquella profecía que nos dirigió ya en su primera exhortación: «No es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo solo con la propia razón». Ese fue su primer desafío. Y había de ser también el último.
(*) José Ramón Flecha, sacerdote, ha sido catedrático de Teología Moral de la Universidad Pontificia de Salamanca.