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La libertad de leer

«La lectura no es un ejercicio de sacrificio ni de perfección moral sino un impulso, un deseo de descubrimiento»

José Antonio Cordón García (*)

Miércoles, 23 de abril 2025, 06:00

La lectura ha sido, demasiadas veces, una cárcel decorada de elogios, un acto minucioso y reglado que debería de llevarnos hacia algún ideal intangible de virtud. Nos dijeron que los libros debían ser intocados, puros, que debíamos aproximarnos a ellos con reverencia, como si cada página fuese un altar y cada frase una verdad inmutable. Pero, ¿no es también la lectura una conquista de libertad? ¿No es, ante todo, un acto íntimo que se desenvuelve en el misterio y en la propia voluntad, sin la sujeción de normas ajenas?

Nos dijeron tantas cosas: que ciertas lecturas son nobles y otras indignas, que para disfrutar de los libros hay que sostenerlos en un respeto intachable, y que no se puede abandonar una historia a la mitad, como si un hilo invisible nos atase hasta la última página. Nos inculcaron la creencia de que los libros deben elevarnos siempre, que deben ser puertas hacia una vida mejor, y, sin embargo, la verdadera belleza de leer reside precisamente en el derecho de desentenderse de tales promesas. Porque leer no es un ejercicio de sacrificio ni de perfección moral; es, en su esencia, un impulso, un deseo de descubrimiento que no debería supeditarse a expectativas exteriores.

¿Qué ocurre cuando la lectura es disfrute y no deber? ¿Cuando nos sumergimos en una historia porque su ritmo nos llama, no porque figure en una lista de lecturas veneradas? En ese espacio libre, es posible encontrar la verdadera gratificación: no en la lectura como tarea noble, sino en la experiencia misma de entregarse a las palabras y las imágenes. Las historias, los personajes, los mundos que habitan los libros son infinitamente más ricos y sublimes cuando los dejamos crecer en nuestra imaginación sin imponernos el deber de aprender o la responsabilidad de elevarnos moralmente a través de ellos.

Para quien lee con verdadera libertad, la página doblada no es una transgresión, sino la señal de una presencia viva, de un lector que se apropia del texto y lo adapta a sus necesidades, a su deseo de recordar y regresar a ese pasaje en cualquier momento. Sostener un bolígrafo en la mano y subrayar una frase es un acto de complicidad, un pacto de entendimiento entre lector y autor, un susurro de identificación que no atiende a cánones ni a restricciones.

Leer es una forma de habitar el presente, de perdernos en una historia sin preocuparnos por sus «utilidades» o por su «trascendencia». Italo Calvino subrayaba que «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». ¿Y acaso no es esa indefinición su más precioso don? Nos permite volver a él, releerlo, olvidarlo y recordarlo sin expectativas preestablecidas. Virginia Woolf defendía este disfrute libre cuando afirmaba que el único consejo que una persona puede dar sobre la lectura es no seguir ningún consejo. Su advertencia nos recuerda que la lectura, para ser profunda, no puede ser impuesta o estandarizada; es, en esencia, un acto de rebeldía personal, un viaje que responde solo a nuestra propia brújula.

Pennac nos demostró que el derecho a no leer es el primero de que goza todo lector, que es mucho más interesante no olvidar el placer genuino de dejarse llevar. Porque el amor por la lectura no se mide en números ni en volúmenes terminados; el amor verdadero por la lectura está en saber cuándo y por qué abrir un libro… o dejarlo de lado. La libertad de leer implica el derecho a abandonar. No todo libro merece nuestra entrega, y la renuncia es una forma legítima de amor propio. Quien deja a medias una obra no actúa con cobardía, sino que se muestra fiel a sus propios impulsos. Es un gesto de autoconocimiento y de respeto hacia el propio tiempo y energía. Hay miles de libros esperando, ¿por qué invertir nuestras horas en aquellos que no resuenan con nuestra alma? Gabriel García Márquez abandonó, sin remordimientos, Ulises de Joyce tras varios intentos, y Borges confesaba que su autor favorito cambiaba cada semana. Incluso Oscar Wilde sugería con ironía que «si un libro no puede disfrutarse una y otra vez, no tiene sentido leerlo en absoluto», valorando el placer sobre la mera obligación de terminarlo.

La belleza de la lectura se encuentra, al final, en la libertad de leer sin miedo a los juicios, sin la presión de convertir cada página en una lección de vida o en una revelación. La auténtica lectura no es la que se rinde al fetiche, sino aquella que se arriesga a perderse, a soñar, a romper con lo convencional. El libro, lejos de ser un objeto inerte, es como un caballo de Troya cargado de voces y de secretos, que aguarda silenciosamente el momento de liberar en la mente del lector un ejército de inquietudes, de dudas y revelaciones, una mezcla de claridades y abismos que desafía nuestro sentido de estabilidad y orden.

«La belleza», advertía Rilke, «no es más que el comienzo de lo terrible», y en esa promesa de iluminación, el libro también contiene un desafío: aceptar que en la profundidad de la palabra escrita se encuentran tanto el consuelo de la belleza como el filo del dolor y el misterio.

Las palabras impresas no son meras transmisoras de ideas, sino entidades materiales que ofrecen su misterio al lector como un sacramento laico. La hondura de la impresión, la textura de las hojas, la sombra de los caracteres se convierten en vestigios de un arte que, a pesar de su corporeidad, se vuelve etéreo y evocador. Es un misterio, como dijo Borges, que «el libro sea una cosa entre las cosas», y sin embargo su naturaleza sea tan profunda, tan arcaica, tan insondable.

Frente al deber de leer, celebremos el placer de abrir un libro porque sí, porque es nuestro momento, nuestro tiempo y nuestra elección. Leer es, y siempre ha sido, una forma de resistencia íntima, de afirmación de lo inútil y lo gratuito en un mundo que exige productividad y resultados. No hay en ello más propósito que el deleite, ni mayor virtud que el extravío. Porque leer no salva, no redime, no transforma necesariamente… pero nos acompaña como lo haría una biblioteca en penumbra: silenciosa, paciente, esperando a que alguien encienda la lámpara y descubra, en un rincón olvidado, la página precisa que le aguarda.

(*) Catedrático de Bibliografía y Fuentes de Información. Facultad de Traducción y Documentación. Universidad de Salamanca.

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