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Hace unos días el analista Héctor G. Barnés publicó un artículo en el cual se adentraba en las difíciles decisiones que es preciso tomar para tener hijos. Un ejemplo:
«No es solo la inacabable lista de gastos que ponen en riesgo economías familiares que antes del primer retoño estaban fuertes como un roble, ya no es solo la práctica extinción de todo tiempo libre. Es, ante todo, el desquicie. He visto cómo amigos vitalistas se convertían en autómatas cuya mirada aún no atisba a ver el momento en el que todo terminará, tal vez amantísimos padres que en algún lugar de su fuero interno han llegado a odiar a su familia».
Y añadía:
«Ya son ganas de ser padre hoy en día. Existe una tendencia moralista (y conservadora) a interpretar no tener hijos como un síntoma más del egoísmo moderno, pero seamos sinceros y pongamos la pregunta sobre la mesa: ¿quién está dispuesto a vivir así? Es más, ¿quién puede vivir así? Es fácil querer a un niño concreto, pero difícil querer a un niño abstracto que aún no existe».
Lo que ha hecho Barnés es meter el dedo en la llaga y por ello no es de extrañar que hay tenido numerosos comentarios. Este, por ejemplo: «Este artículo me parece trufado de ideas y sentimientos negativos, desde mi punto de vista la vida es muy exigente, dejar algo de nosotros aquí -que es lo que al final es un hijo- requiere de capacidad física para tenerlos, después tener la capacidad de sacrificio y la generosidad como para dedicarle una parte importante de tus recursos en tiempo y dinero y finalmente asumir que no siempre te devolverán todo el amor y cariño que les dedicas. Y a pesar de todo es una experiencia maravillosa que puede dar sentido a nuestra propia vida». (FERMIN PANORAMIX).
No entraré en esta interesante cuestión, pero añadiré aquí alguna de las cosas que he aprendido como demógrafo. En primer lugar, voy al INE. En sus encuestas sobre fecundidad, el INE hace a las mujeres en edad fértil la siguiente pregunta: ¿Cuántos hijos le gustaría tener en las condiciones en las que usted vive? La media de las respuestas está por encima de 2,05 hijos, que es el límite mínimo para que la población no disminuya. Pero las mujeres que viven en España tienen un poco más de la mitad de ese 2,05 y las mujeres nacidas en España poco más de un hijo. ¿Y dónde vamos con tan baja fecundidad? Pues hacia una población decreciente (llevamos ya varios años perdiendo población, a pesar de una notable inmigración) y a una proporción creciente de viejos… y más soledad no querida para los mayores.
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