Chenel
Antonio Chenel «Antoñete» era un hombre que hacía todo despacio. Una de esas personas a las que veías de lejos y pensabas que solo podía ... ser torero. Su vida y su carrera estuvieron llenas de altibajos, pero él siempre mantuvo la calma. No decía una palabra más alta que la otra y le gustaba rematar las conversaciones con una frase lapidaria, a modo de media verónica o de pase de pecho.
Recuerdo una vez que íbamos caminando a la plaza de toros de Bilbao con Manolo Molés y David Montero para ver una corrida de aquella feria, que en su día fue una de las más importantes de España. Eran finales de los noventa y ellos hacían unos coloquios en el hotel Carlton y yo las retransmitía para Onda Cero. Cuando llegamos nos encontramos el paso cortado por una manifestación antitaurina, en la que abundaba la gentuza de Herri Batasuna. Al maestro Chenel era difícil no verle de lejos por su mechón blanco. Y aquella jauría nos empezó a increpar y a llamar asesinos por ir a los toros. A él le pintaron la parte de atrás de la chaqueta de amarillo, el color que odiaba. Era marca de la casa de aquellos tarados, hacer las cosas por la espalda. Cuando pasamos le comenté que era tremendo que esa turba de descerebrados que defendían el asesinato, el secuestro o la extorsión de personas, se manifestaran contra los toros. Y entonces el maestro respondió con una sonrisa cómplice porque no había nada más que decir.
También son inolvidables aquellos partidos de frontón, durante la feria de Salamanca, en los que Chenel ganaba los tantos sin apenas correr o aquella mañana con Tico Medina en su finca de Navalagamella. Allí era un hombre feliz mirando al infinito y dándole de comer bellotas a «Romerito». Un toro de más de 500 kilos que le había regalado «El Capea», que comía de su mano como si fuera su mascota.
Estos días he recordado su figura a cuenta del festival que ha promovido, para mañana, Morante de la Puebla en Madrid. Hoy se inaugurará un monumento esculpido por Martín Lagares, que se ubicará frente a la Puerta Grande, con su inseparable cigarro en la mano. Madrid siempre le ha echado de menos, pero ahora quedará ahí su figura para que cualquiera que venga a visitar esta plaza, rememore sus naturales y su forma de vivir.
Porque Antonio Chenel «Antoñete» nos enseñó también, entre otras cosas, que detrás del éxito a veces no hay nada. Que los vicios se pueden llevar todo por delante. Que la fortuna, la gloria y la fama son efímeras y que todo eso se pueden llevar con la más absoluta tranquilidad. Hablando poco para decir mucho. Con la torería de un clásico. Siempre despacio.
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