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Desde los orígenes de la humanidad, la figura del chivato ha pasado por innumerables situaciones históricas y culturales, aunque siempre ha estado mal vista por el común de los mortales: no en vano se puede interpretar —y de hecho no deja de ser— como un colapso de la confianza que se ofrece a una persona, ya sea desde un grupo o un individuo. Sin embargo, igualmente desde sus orígenes, ha permitido desenmascarar cientos de miles de actuaciones delictivas o punibles, lo que ha ayudado, sin duda, a situar frente a la sociedad a aquellos delincuentes que las han cometido, convirtiéndonos en una sociedad mejor, siquiera más noble y limpia. Si todo en la vida es discutible, esta dualidad ético-moral, unida a ser una actividad, o tal vez solo una actitud, cuyos márgenes son poco menos que imposibles de delimitar, parece abocarnos a seguir unos cuantos miles de años más, si la humildad llega tan lejos, que lo dudo, discutiendo sobre si el chivato hace el bien o hace el mal, o cuánto de ambas es la ganadora de una batalla seguramente perdida.
Me inclino por construir un chivato social reconocido y hasta me atrevería a decir que reconocible, según el caso. Que todos lo seamos, siguiendo las normas de la lógica. Y es que no podemos aspirar a vivir en un mundo mejor, si no ponemos límites a actitudes contrarias a la más básica sociabilidad. Ya no se trata de conseguir resolver los grandes males que nos acucian y que me llevaban líneas atrás a poner en duda la durabilidad del mundo conocido, pero sí, al menos, a lograr que comportamientos deleznables no queden impunes. Hablo de cosas que todos hemos visto incluso hacer. Montoneras de colillas en plena vía pública, que sin necesidad de pesquisas apuntan al vaciado del cenicero de un vehículo a motor de cuatro ruedas, lo que denominamos coloquialmente coche. Cuántas felonías e infracciones a las normas de tráfico, probablemente hasta poniendo en riesgo la vida de otras personas, no cometerá semejante ciudadano. Alguien que actúa así, no debe vivir en sociedad sin que sufrir las consecuencias de sus acciones. Y quienes las amparan se convierten en cómplices. Igualmente, para aquellos que conozcan a los defecadores en piscinas como las de Carbajosa de la Sagrada o Villares de la Reina, y tantos otros que provocan incendios por tirar una colilla prendida en pleno verano, o a los que rompen o estropean el mobiliario urbano. Eso, sin entrar en casos de violencia, como los conocidos hace unas semanas en la 'casa de los horrores'. Si hacemos de la omertà, esto es, el obligado silencio de la mafia siciliana, la manera de esconder la cabeza debajo de la tierra como los avestruces, para no ver lo que ocurre, no ayudaremos a resolver esas pequeñas grandes cosas que algunos desalmados no entienden. Y, después, que el código penal se aplique. Que la justicia parece más ciega de como la retratan.
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