A contratiempo
España debería analizar si tiene sentido mantener una hora oficial que no es coherente con el huso que le corresponde
Como cada último fin de semana de octubre, en la madrugada del sábado al domingo cambiará la hora oficial en todos los países de la ... Unión Europea. El lunes seguiremos un poco confusos, dudando si al cumplir con el protocolo hemos adelantado o atrasado las manecillas, pero, sobre todo, seguiremos sin saber si preferimos vivir con la hora solar o si preferimos la que marca el reloj.
También en esto Spain is different. Aquí no sólo ajustamos dos veces al año nuestra hora oficial, sino que además arrastramos un desfase histórico que el general Franco adoptó en 1937 para que nuestros relojes coincidieran con los del III Reich. Desde entonces compartimos huso con Berlín, aunque no con el Sol. Hacemos lo mismo que los alemanes, aunque el reloj diga lo contrario. Si mantuviéramos el horario de verano y corrigiéramos aquella decisión tomada en plena guerra, cenaríamos a la misma hora que ellos. Tal vez por eso nuestro prime time sea a las tantas y tengamos que aguantar programas de televisión insufribles antes de que llegue el momento de ver lo que las cadenas llevan anunciando toda la jornada.
En consecuencia, el debate sobre el cambio de hora en nuestro país gira en torno a dos cuestiones que se superponen: primero, Europa debe decidir si debemos seguir distinguiendo entre el horario de verano y el de invierno, para, en su caso, optar por uno u otro; además, España debería analizar si tiene sentido mantener una hora oficial que no es coherente con el huso que le corresponde. La cronobiología asegura que el estrés que deriva de estos cambios afecta al sueño, al humor e incluso a la salud cardiovascular. Quienes han estudiado estas cuestiones dicen que hasta la mortalidad aumenta tras los ajustes horarios.
Mientras tanto, la naturaleza ignora nuestras decisiones. Lo que diga quien mande en cada momento determinará la frecuencia con la que bostecemos, pero el perro nos despertará –y nos pedirá que lo saquemos a hacer sus necesidades– a la hora que le pida el cuerpo, porque es tan afortunado que no sabe de relojes. Lo mismo ocurre con el Sol, que seguirá saliendo por el este cuando le corresponda, ajeno a discusiones. En nuestro caso, quizá el problema no consista tanto en mover las agujas del reloj como en reconocer que, desde hace casi un siglo, España vive fuera de su propia hora. Vivimos… a contratiempo.
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