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LA TRASTIENDA

Días santos, pero menos

Estos actos litúrgicos se han suprimido en buena parte de los pueblos más pequeños porque no hay curas ni oficiantes

Viernes, 18 de abril 2025, 06:00

Estas fechas tan señaladas como la Semana Santa, la Navidad o la celebración de la fiestas patronales de nuestros pueblos, me ponen nostálgico y afloran los recuerdos de mi niñez e infancia, cada día más lejanos en el tiempo, pero cercanos en la memoria. Esta melancolía se acentúa todavía más si me encuentro lejos de España, como en esta ocasión. Escribo en la tarde del Jueves Santo, justo cuando comienzan los actos centrales de estos días santos. Más tarde llegarán, o llegaba en el pasado, el sonido de las carracas convocando a la Hora Santa, ya por la noche, porque las campanas enmudecían. Hoy, Viernes Santo, en mi pueblo tocaba viacrucis al amanecer, los oficios de media tarde y, finalmente, la procesión de la Virgen de la Soledad y el Santo Entierro. Ahora, estos actos litúrgicos se han suprimido en buena parte de los pueblos más pequeños, simplemente porque no hay curas ni oficiantes suficientes y, los que quedan, no dan abasto. Lo he escrito otros años, vuelvo a hacerlo en esta ocasión y espero recordarlo en el futuro: los bares cerraban desde el Miércoles Santo hasta el Domingo de Resurrección después de la Santa Misa, con la Guardia Civil encargada de la vigilancia y sin contemplaciones. Los únicos momentos de asueto eran el juego de la calva y la limonada que ofrecía el Ayuntamiento, después de la procesión del Viernes Santo, fuente, a su vez, de melopeas varias. Tal día como hoy también tocaba ayuno y abstinencia y no se podía comer carne. Recuerdo que era cuando me entraban más ganas de chorizo, otros embutidos, jamón y lomo. Pero no podía ser, salvo pena de casi ex-comunión decretada, por ejemplo, por mi madre y mi abuela, al grito de «sinvergüenza, hoy ayunan hasta los judíos» Había que conformarse con el potaje de vigilia y el bacalao, que tampoco estaba mal. De lo del sexto mandamiento, los pecados de la carne, mejor ni hablamos.

En los actos litúrgicos se debía guardar el debido decoro en el vestir cuando se accedía a la iglesia. Vamos, como hoy, ja ja ja. Y, al hilo de esto último, planteo una reflexión: no quiero ni imaginarme lo que sucedería si a mi compañero en estas páginas de LA GACETA, y sin embargo amigo, Manolo Muiños, o cualquier otro sacerdote, canónigo, deán y obispo se le ocurriese plantear que, para entrar en un templo, aunque sea en una simple visita turística, hay que ir descalzo y tapados, tanto ellos como ellas. Vamos, que no se pudiese acceder a un recinto religioso católico en bermudas, enseñando el ombligo, los brazos, o en manga corta. No tendría lugar para esconderse. Sin embargo, en los templos budistas, los hindús y, no digamos las mezquitas, se exige cumplir una serie de normas. Y los occidentales, si deseamos entrar, tenemos que «tragar» con esas reglas, nos gusten, o no nos gusten. No es que pretenda que se haga lo mismo, sino simplemente recordar lo que aceptamos por ahí fuera y lo que, a buen seguro, muchos rechazarían, si Muiños y compañía intentasen imponerlo aquí.

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