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Se agradece que haya algo a nuestro alrededor a lo que haya que enviar parabienes, justamente en un tiempo sin tiempo en el que no parece ya haber algo que celebrar. LA GACETA acaba de cumplir su primer siglo: cien años de información y letras, por y para Salamanca. Ser columnista de este diario es ya parte de mi currículo, y me enorgullece pasear su nombre en las solapas de mis libros. He aprovechado estos días para regresar al archivo donde guardo todas mis colaboraciones. Más de una década firmando columnas e intentando hacer pregón y etopeya de nuestras gentes, campos y filigranas. Y de vez en cuando, un viajecito para opinar de lo de fuera. Porque de fuera también depende que Salamanca llene o no la tolva para su progreso.

En LA GACETA he celebrado las bodas de oro de mis padres, los partos de la burra Remedios, y ese “querer ser” de jóvenes toreros, que nadie me pudo explicar con más mística y sabiduría que el maestro Juan José. En LA GACETA he sacado a hombros a mi pueblo de adopción, La Fuente de San Esteban, desde donde he tenido que llorar la tiranía de una pandemia, a la que un jovencísimo cura llamado Anselmo ha intentado con oración y on line poner esperanza.

LA GACETA ha sido la voz de mi vaca ciega, aquella de las dos noches eternas en los ojos que rumiaba los cardos de ese campo que sigue esperando a Godot, por ver si le salen las cuentas galanas. ¡Cuántas veces escarbó por la arrogancia y las mentiras de esos tiempos electorales, en los que los partidos cuelgan del árbol el cimbel, como reclamo de las palomas! Tras las últimas elecciones generales, la ciega las espichó. No me extraña. Menos mal que por LA GACETA también pasaron moruchas con cosquilleo gozalón para amorecer primaveras, ferias y visitas reales. Es lo que nos queda. No está agosto para congas ni barreñas de altramuces. Y como no hay fiesta, no habrá que preguntarse quién la paga. Felicidades, jefa. Aunque las medidas sanitarias no lo aconsejen, tú, LA GACETA DE SALAMANCA, déjate abrazar

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