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Éramos felices y no lo sabíamos

Jueves, 31 de diciembre 2020, 04:00

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Hace un año, un día como hoy, todos nosotros nos afanábamos en preparar la despedida del 2019. En las casas se ultimaban los detalles de la cena; se envolvían las uvas mientras, entre risas, se despellejaba a propios y extraños; los niños no dejaban de joder con la pelota; los celosos rechinaban por la suerte del vecino que le había pellizcado el culo al Gordo de Navidad, mientras otros se conformaban deseándose salud; muchos se embutían las lorzas para caber en el viejo traje de fiesta; también poníamos alguna botella a enfriar, quizás dos, puede que tres y los más bisoños se engalanaban con alguna prenda íntima de color rojo, anhelando que el nuevo año les trajese libídine en abundancia.

Esta noche no podremos salir de fiesta a tirar confeti, serpentinas y cohetes; tampoco podremos bailar hasta las tantas en algún local de los que llenan de vida, música y alegría la noche salmantina; ni nos juntaremos todos los que querríamos para, al son de las campanadas, comer las uvas y recibir al nuevo año en la más hermosa plaza de toda la cristiandad.

Ciertamente, viendo el panorama que dejamos atrás, -y el que tenemos por delante- hay pocos motivos para albergar grandes esperanzas. Este año ha sido trágico, aciago, funesto. Han quebrado negocios; se han destruido ilusiones y, lo más importante, se han ido familiares y amigos. Nuestra casta política no merece más mención que el punto que cierra esta frase.

Pero no todo está perdido.

Dentro de la mecánica salvaje de la naturaleza el trágico hecho de la destrucción no es sinónimo de terminación. Que una estrella colapse o que el más ínfimo insecto, sin aparente papel en esta trágica comedia, desaparezca no va ligado a una sistemática y total extinción. Del mismo modo, después de una guerra, los supervivientes de esta se enfrentan a la prosperidad de reconstruir sobre las ruinas.

No quiero decir que el martirio que estamos pasando esté justificado para ser una suerte de abono que nos ayude a florecer. Bien podríamos haber seguido adelante, sin que nada hubiera pasado, ahorrándonos estas calamidades. Pero tampoco podemos regodearnos en el victimismo.

D.H. Lawrence decía: «Tenemos que vivir, no importa cuántos cielos hayan caído». Esto terminará pero, hasta entonces, es necesario sobreponerse y avanzar. Debemos mantener el afán de lucha sin esperar a que, desde arriba, nos faciliten soluciones taimadas. Nos necesitamos unos a otros igual que la estrella del equipo necesita al compañero que le anima en la subida del Tourmalet; debemos estar unidos como lo estuvimos cuando largamos a los invasores franceses. Sólo saldremos de esta con el trabajo de nuestras manos y el tesón de nuestros corazones. Como siempre.

Estoy seguro de que algún día podremos mirar atrás y, orgullosos, sabedores de nuestra valía, diremos que pudimos superar aquel maldito año del 2020.

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