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QUE en un país “civilizado”, sin dictadura y supuestamente avanzado desde todos los puntos de vista, incluido el intelectual, como Canadá, se acaben de quemar más de 5.000 libros da mucho que pensar. Salvo la poesía intrínseca en esa quema de libros que realizaba casi cada noche el detective Carvalho, de Vázquez Montalbán, la piromanía librística generalizada siempre ha estado relacionada con el miedo. Al conocimiento. A la libertad. O incluso al sentido del humor (O a la risa según Aristóteles. Véase El nombre de la rosa, de Umberto Eco) Recordamos algunas de las más sonadas quemas con espanto. Desde las descritas en el libro de Ray Bradbury Farenheit 451 hasta la realizada por el grupo terrorista Estado Islámico en 2015, pasando por la tal vez más aterradora de todas: la de Bebelplatz del 10 de mayo de 1933 realizada por los recién llegados al poder Nacionalsocialistas “hijos” del Führer. Tampoco la dictadura española o la argentina se librarían de sus quemas particulares. Y la literatura, más allá de la propias obras de Bradbury y Eco anteriormente mencionadas está llena de paginas a las que se les ha prendido fuego, empezando por las del mismísimo Quijote, donde se incineran los libros de caballerías. Quemar libros (sobre todo si son buenos libros) no debería tener justificación. Pero en esa Canadá tan, insisto, “civilizada” y tan políticamente correcta es imposible que no saliera un gilipollas dispuesto a salvar a la humanidad haciéndole mirar el pasado con los ojos del presente. Y eso es lo que parece que sucedió en 2019 cuando los defensores de los indios (ya no sé si les puedo llamar así o debo llamarlos indígenas o mediopensionista) decidieron que libros como los de Tintín, Astérix o Lucky Luke ofendían a los pueblos indígenas, mostraban un contenido obsoleto, inapropiado y racista y perjudicaban la tarea de reconciliación de la población. Parece ser que, en este acto de estupidez vandálica, tiene que ver el remordimiento de un país que aún se recupera del descubrimiento de cientos de tumbas de niños indígenas cerca de internados católicos.

Decenas de miles de niños de las Primeras Naciones, inuit y métis que fueron reclutados por la fuerza en estas instituciones desde finales del siglo XX hasta comienzo de los 90 y alejados de su familia y su cultura, en muchas ocasiones para no volver jamás. No seré yo quien niegue las barbaridades que ha hecho el ser humano a lo largo de su historia (y las que, por cierto, sigue haciendo), pero no se trata de ocultarlas, ni tampoco de esconder los sentimientos del pasado, perfectamente recogidos en diversos libros, sino de aprender de ellos. Y de evolucionar. En los relatos, en el lenguaje y en la vida. Y siempre sin caer en el ridículo. Recuerdo un artículo de hace mucho de Pérez Reverte titulado “presunto talibán” La presunción de inocencia hasta en el talibanismo, más allá del turbante, los gritos de Ala Ajbar, el kalashnikov o el arrastrar del burka a la mujer de turno... La corrección política nos va a matar. O mejor dicho, nos va a empolvar tanto la visión del mundo como para que pensemos que desde los primeros pasos de Lucy hasta nuestros días, nunca cometimos errores.

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