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Este ojo que observa, hoy... llora y está de luto.

Llora por los difuntos. Y digo bien, por nuestros difuntos. Me niego a usar la palabra muerto. Los muertos son estadísticas frías. Los difuntos tienen misas, oraciones, dolor, sentimientos de familias, desesperos en los corazones que se unen en la desdicha de la muerte. Tienen nombres y apellidos, una historia personal. Estamos de luto. Todos estamos de luto. De un luto intensísimo por la soledad que conlleva un enfermo o un último aliento de los que se consideran en los informes: líneas, tendencias, picos, curvas... ¡qué vergüenza! Estamos de luto por las familias que, en la impotencia, no pueden despedir desde el amor a quienes aman o recibir un abrazo o un beso o la compañía de todos aquellos que les quieren. Hoy todo queda inmerso en un wasap, que se ha convertido en un inmenso pañuelo de lágrimas, un ataúd de sentimientos y de acompañamientos virtuales. La dignidad del ser humano termina en una muerte digna. Estamos viviendo un tiempo de indignidad.

Jamás en mi vida pude imaginar no tener palabras, quedarme seca de recursos para explicar un sentimiento. Hoy a duras penas las encuentro, hoy no tengo ganas de hablar. Hablo poco últimamente. Como diría una escritora, tampoco tengo la imaginación en ese territorio fértil del que se alimenta la escritura y la creatividad. Es más bien un desierto de dolor.

Miro hacia lo más profundo de mi corazón y sangra, y lo hace por la sangría de esta España que se queda a la cola del mundo menos en las perdidas de sus hijos, que la coloca a la cabeza. ¡Qué triste y penosa supremacía!

¿Qué hemos hecho este pueblo amable, trabajador y siempre esperanzado para perder día tras día tantos abuelos, padres, hijos, maridos, hermanos y amigos? ¿Cómo es posible que otros países muy cercanos a nosotros, de nuestro mismo entorno, hayan enterrado a menos compatriotas?

Nadie puede detener un tsunami, la naturaleza tiene su propia fuerza, pero si se puede predecir y esperarlo preparados, evitando que las playas estén repletas. Y cuando llega la realidad, que es devastadora, hay que ser valientes para gestionar esa catástrofe. Pero... ¿Gestionar una catástrofe? Esa es nuestra mayor desgracia una gestión nefasta que nos provoca mucha más desesperanza, más tristeza, más pérdidas de vidas, causando una realidad inmisericorde.

Estoy harta de las palabras, de las arengas, de las solidaridades insolidarias, de la desvergonzada posición de quienes son incapaces de reconocer la infinidad de gravísimos errores cometidos y que se siguen cometiendo, contra este país noqueado por la pérdida de sus hijos. Nos agreden a nuestra inteligencia constantemente, manipulando la información, mientras seguimos muriendo a centenas todos los días.

¿Cómo no vamos a estar de luto riguroso con la cantidad de difuntos que tenemos, contados y no contados, porque quienes están al mando del navío no saben ni qué es el viento? Y desgraciadamente, esto acaba de empezar.

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