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Las reformas educativas de las últimas décadas componen en conjunto un gradual trasvase de la responsabilidad formativa desde los colegios hasta las familias. En la medida en la que en el colegio se deja de leer a los clásicos o se extirpan siglos del programa de la asignatura de Historia, recae sobre los doloridos hombros de los padres la tarea de acercar a las siguientes generaciones a las más virtuosas huellas de lo que fuimos y, por tanto, de lo que somos. Ninguno de los sucesivos ministros de Educación, al fin y al cabo, seguirá a nuestros hijos hasta el borde del precipicio ante el que se encontrarán al terminar los estudios, que es la vida, cuando lo que verdaderamente cuenta no es ya la nota, ni el títulito, sino las herramientas y recursos que pudieron atesorar y hacer suyos durante los irrecuperables años escolares. Los que sí seguiremos ahí seremos nosotros, pase lo que pase, y ese es el motivo por el que tan a menudo tratamos de huir del sistema educativo público como alma que lleva el diablo. La mayoría, sin embargo, no nos lo podemos permitir. Y solo nos queda, como padres, asumir el papel de sustituto, pergeñar estrategias de aproximación a obras imprescindibles de nuestra historia, aprovechar los ratos de ocio y vacaciones para propiciar encuentros de los chicos con el saber, para establecer conexiones entre nuestros hijos y la cultura, vínculos que después ellos puedan desarrollar por sí mismos.

“No se te ocurra poner a tus hijos a leer clásicos en verano”, me advertía recientemente Cornelia Funke, pedagoga y autora de libros tan populares entre los adolescentes europeos como “Corazón de tinta”. “No los dejes nunca solos frente a un clásico”, insistía, extendiéndose sobre lo contraproducente que puede llegar a ser el concepto de “lectura obligatoria” para los niños y los jóvenes. Pero no terminaba de aclararme cuál es la clave para alejarlos del veneno de la perversa ignorancia sobre el propio acervo. Ese antídoto lo he venido a encontrar en Salamanca. Si tanto jóvenes como adultos hemos disfrutado este verano acercándonos a las “jocosas” páginas de la Gramática de Nebrija, algo que de entrada se presenta como imposible, ha sido gracias a la obra de Carlos Vicente y todo el equipo de Edulogic, que desde el Patio Chico, rebosantes de talento y amor por esta ciudad, nos han introducido entre risas en la corte de Isabel la Católica para darnos una vuelta por el sueño de nuestro ilustre humanista. Brujuleando por el barrio del Bretón, sobre la pista de enredos entre los caballeros de San Juan y de Calatrava, hemos viajado en el tiempo y nos hemos familiarizado con fechas y nombres que de cualquier otra manera supondrían una carga ineficiente para los chavales. Yo misma he disfrutado y aprendido de ese trabajo, ante el que me quito el sombrero y sobre el que solo puedo expresar palabras de agradecimiento. Aunque solo sea porque nunca más tendré que sermonear en casa que ¡no se dice “dijistes”, sino “dijiste”!.

A tesoros como estos, como el valor de los frescos de Santa Clara o el tan traído y llevado curriculum vitae de la Latina, como la repoblación de Alfonso VI o la existencia de localismos en el lenguaje, los nuevos planes de estudios del Bachillerato general, amparados por el espíritu de la LOMLOE, los consideran “meros conocimientos teóricos”. Presumen de un enfoque “más competencial”, aunque resultan manifiestamente incompetentes en la que debería ser la principal de sus funciones: sembrar en los alumnos semillas de atracción por la erudición. Que para el resto ya está Internet.

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