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“He visto desde mi ventana/ la fiesta del poniente en los cerros lejanos” (Neruda)

Escribo al crepúsculo, en un altozano desde el que se domina buena parte del mar de encinas, la Sierra de Mora, y al fondo la Peña de Francia. Quien mandó construir la casa supo elegir el cerro apropiado para ver el valle, la ribera, los alcores cercanos, y disponer de un palco de lujo para contemplar los amaneceres y atardeceres. El crepúsculo, esa hora bruja, bellísima cuando el sol es secuestrado lentamente por el Creador hasta el amanecer siguiente, evidencia que un acabose, un final, -aunque sea por unas horas-, puede ser espléndido. Es cuando en la ciudad el sol, al acostarse, enciende el oro secular que la recama -del poema de Unamuno-, porque la piedra franca de sus monumentos se abermeja.

En el campo hay que contemplar ese rato que invita -como dije hace poco-, “a la contemplación, el silencio, la escucha, los pensares, la plegaria y los recuerdos de una larga existencia”, tantos que mi morral ya pesa demasiado. Hace unos años, tras una cornada de la vida, a corazón abierto, confesé mi temor de no volverlos a disfrutar. Afortunadamente regresé para escuchar en el poniente la solemnidad de un réquiem, o ese himno apocalíptico que parece exigir, el wagneriano crepúsculo de los dioses. (Con menos lirismo, Einstein sostenía que vemos la luz del atardecer anaranjada y violeta, porque llega demasiado cansada de luchar contra el espacio y el tiempo).

Aquí en la dehesa es donde también se pueden distinguir a contraluz los delicados “hilos de la Virgen”, que tejen unas minúsculas criaturas; ver maniatar las caballerías, y acostar a la gente menuda, que se niega a irse sin señalar el primer lucero del firmamento, por estos pagos el apeayeguas, que no es sino Júpiter; como me dijo un día un viejo ganadero, es la hora de vender las fincas; y es, en fin, la hora del último Ángelus. He visto en muchos hogares la litografía del famoso cuadro de Millet, con esa pareja campesina dando de mano, identificada con la naturaleza, orando bajo un cielo de seda “el Ángel del Señor anunció a María...”. Pero también la portada del libro de Luciano González Egido, “La fatiga del sol”, con el personaje femenino de espaldas, a contraluz, como desafiando los últimos rayos del sol que se pone en el horizonte. El personaje creado por el gran escritor, nuestro paisano, eligió un lugar de la finca “La Malgarrida” desde donde ver toda su heredad. Releo con estupor algunos pasajes de su formidable castellano: “Ese lugar donde hasta el sol se ponía al toque del Ángelus”; “el lugar desde el que se contempla más campo y en el que a la vez se puede asistir a la llegada del crepúsculo, con toda la amplitud de su poderosa respiración y abarcarlo íntegramente en su glorioso desfallecimiento”; al revés de los que “desconocían lo que era un crepúsculo otoñal, vivido al ralentí, amoratado y sangrante”.

La nieve cuajada de estos días, luego congelada, me ha enseñado nuevas luces y reflejos del ocaso en la dehesa, antes de que la noche la arrebate, antes de que se baje el telón de la jornada, y llegue otro momento mágico, inusitado en la ciudad. Es el conticinio, la hora de la noche en que todo está en silencio, apagados todos los aparatos que usted pueda imaginar, y en la que acaso se oiga el ladrido de un perro en la lejanía. La noche es lóbrega, y por eso al crepúsculo también podemos decirle lubricán, palabra que vi por primera vez en Unamuno.

Muchos de los lectores que se hayan atrevido a llegar hasta aquí se preguntarán si no me acuerdo del pasaje final de “Memorias de África” (7 Oscar). Sí, lo he rescatado deliberadamente en YouTube. A la romántica escritora Karen Blixen -interpretada inmejorablemente por Merryl Streep-, una vez abandonada África, le comunican que los masai han informado al comisario del distrito que una pareja de leones sube al atardecer a la colina, hasta la tumba de su héroe (el apuesto aventurero Robert Redford), y que permanece largo rato sobre ella, en pie o echados. La danesa, añorando sin duda los atardeceres amorosos que ella vivió, añade que esa colina es el lugar ideal para observar toda la pradera.

El último atardecer, bien lo sabemos, es el de la vida. En el que San Juan de la Cruz -según le atribuyen algunos-, dice que nos examinarán del amor, al decir del hermoso salmo que desgraciadamente he tenido que escuchar en tantos funerales. Me pregunto si ese duro examen puede quedar para setiembre siguiente. Un atardecer más, Señor.

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