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Desde el principio de las civilizaciones, el saludo ha sido una forma de cortesía social, con reglas inherentes a cada cultura, para mostrar respeto y confianza a los demás. Gestos de cordialidad que se manifiestan de manera bien diferente en unas y otras partes del mundo: desde los besos españoles —ruidosos y apretados sin son de las abuelas— hasta los besos esquimales que los habitantes del Ártico se dan frotándose las narices; desde las reverencias ceremoniosas de los japoneses hasta las simpáticas salutaciones de los tibetanos que sacan la lengua a sus invitados para demostrar que la tienen limpia y son tipos de fiar. Ninguna de estas formas resulta disparatada fuera de su contexto territorial y cultural; ninguna, aunque los tiempos de la Covid hayan obligado a revisar los protocolos de aquellos saludos tradicionales que, por su grado de contacto, puedan resultar más contagiosos. Y justamente aquí está España. Esa “España, bendita tierra,/ donde puso su trono el amor,/ y solo en ella el beso encierra,/ armonía, sentido y valor”. La letra de la España del beso que cantó Manolo Escobar y que hoy habría que interpretar desde la España de los codazos. La nueva normalidad, tan dócil a los populismos, tan paradójica y disparatada, ha puesto a dar codazos al personal como nueva forma de saludo. ¡Toma pandemia! –vengo a pensar cada vez que veo codearse a los unos y los otros, imaginando cómo saltan de manga en manga los bichos que las autoridades sanitarias nos pidieron desflemar en el ángulo interior del codo. Resulta, cuando menos, sorprendente. Pero es todo tan irreal que ya no puede ponerse la lógica de la cabeza en el análisis de nuestro alrededor. Se nos adocena y entramos al redil sin necesidad de que el mastín nos enseñe los dientes. Otra forma de ir adoctrinándonos en el papel que los libertarios como Pablo Iglesias quieren. Quien esté de acuerdo, mejor una sonrisa o llevarse la mano al corazón. Será mucho más fraternal, más higiénico y menos chabacano.

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