Tras 48 años al frente de un emblemático negocio de Salamanca, Julián Martín sigue manteniendo intacta la pasión que lo empujó a abrirlo hace casi medio siglo y cada día, a sus 81 años. «Aquí no vengo a trabajar, vengo a divertirme», relata con una sonrisa sobre el oficio que parece haberle dado años de vida.
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En un mundo digital y donde triunfa lo desechable, este taller de relojería permanece encapsulado en el tiempo, ofreciendo un servicio todavía necesario pero al borde de la extinción.
Aunque Julián no heredó ni fundó la relojería Hermar, en la calle Espoz y Mina, aprovechó que el local se traspasaba para convertir un negocio que no funcionaba en el oficio de su vida: «El anterior dueño había estudiado relojería por correspondencia y no logró que la tienda funcionase, pero yo traía trabajitos de fuera, así que no empecé de cero. Poco a poco empezó a entrar gente, fui haciendo clientela… y hasta hoy».
Esa clientela ha sido su motor para querer seguir al frente del negocio pasados los ochenta años, y mantienen una relación tan estrecha que Julián los considera «su mayor orgullo»: «Es maravillosa. La gente me agradece todos los días lo que hago, me hacen regalitos y me ruegan, por favor, que no cierre, aunque yo les digo que todo tiene un principio y un final. Si sigo aquí, sobre todo es por ellos. Tengo un saco lleno de 'salud' en la trastienda de toda la que me desean», relata entre risas.
Ese saco no es lo único que guarda en la parte de atrás, sino también algunos presentes de sus clientes más fieles, como un cuadro dibujado a mano o una libreta con su correspondiente dedicatoria, regalos que el relojero guarda como oro en paño.
Aparte del cariño que existe entre Julián y su clientela, tras el deseo de que no cierre se esconde otra realidad: los trabajos artesanales están desapareciendo y no tienen relevo. Una situación que no ocurre solo en España, sino incluso en la cuna de los relojes modernos, ya que, según cuenta Julián, tiene una clienta que vive en Suiza y que cada Navidad le trae varios relojes para que se los repare.
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Aunque no todo han sido momentos felices en estos 48 años, ser autónomo conlleva trabajar muchas horas y afrontar numerosas dificultades, sobre todo cuando se tiene una familia con dos hijas a las que mantener. De entre los momentos más complicados, Julián destaca un gran disgusto: cuando le robaron. Por suerte, los ladrones fueron descubiertos y el asunto quedó solucionado.
Durante el transcurso de la entrevista, al menos cinco personas entraron en la tienda para reparar la cadena del reloj, alguna pieza interna o sustituir la pila, y cuando Julián se retire, muchos de sus clientes tendrán que buscar otra forma de solucinar estas averías, motivo por el que al relojero le hubiese gustado tener un sucesor que, al igual que él, aprendiera el oficio y se apasionara por él.
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«Yo elegí este camino porque trabajaba como platero, haciendo cubiertos, y no veía futuro ahí. Un cuñado mío era relojero y me enseñó. Desde entonces supe que era lo mío», expresa. «Ya no hay escuelas como antes, como la de Barcelona. Antes existía la buena ebanistería, la buena joyería... todo eso se ha ido perdiendo. Ahora todo es usar y tirar», lamenta el dueño del negocio.
Julián ha sido testigo directo de la transformación de ese paso de lo mecánico a lo desechable. «Cuando empecé, no existía el cuarzo. Todo era mecánico. Se hacían piezas a mano, eso era la verdadera relojería. Luego vino el cuarzo, que al principio nos hizo daño porque no se podía reparar. Pero con el tiempo volvió lo mecánico. La calidad siempre vuelve».
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Cuando uno entra en el local, aparte de la mesa de trabajo y los relojes de pulsera y los que cuelgan en la pared, se pueden observar dos trofeos de tenis. Al parecer, el oficio no ha sido la única gran pasión del relojero: «Estuve 30 años jugando. Fueron unos tiempos muy buenos, cuando se estrenaron las pistas del Helmántico. Hicimos torneos, pasamos grandes momentos. Guardo recuerdos muy bonitos. Si para jugar y luego venir a la tienda tenía que dejar de comer, no comía».
El tenis y la relojería han marcado su vida por igual. Y aunque el deporte quedó atrás, el taller sigue siendo su refugio. Cuando muchos de sus contemporáneos están jubilados y alejados de cualquier actividad profesional, él sigue entre lupas, engranajes y carátulas. Y lo hace con alegría. «Muchos me dicen: 'qué daría yo por tener algo como lo que tú tienes'. Porque no es trabajar, es pasarlo bien».
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«Aquí se me pasa el tiempo volando. Cuando me quiero dar cuenta, ya es la hora de cerrar. Esto me ha dado vida», relata con alegría. Este oficio parece ser un elixir de rejuvenecimiento, ya que Julián no aparenta tener la edad que tiene y su salud de hierro le sigue respondiendo, pero todo tiene su fin. «Yo tengo un saco lleno con los buenos deseos que me da la gente. Pero llegará el momento. Mientras tanto, sigo disfrutando», concluye.
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