El algoritmo cree que me gusta ver fotos antiguas. No se equivoca. Mientras no se invente la máquina del tiempo, las imágenes que heredamos de nuestros mayores son lo más parecido a una ventana al pasado. Son el último vestigio tangible de lo que fuimos, ayudándonos a evocar los buenos recuerdos y, a veces, a aprender de los errores. También nos dejan imaginar lo que pudo haber sido y no fue. Todas, las buenas y las malas, son parte de nuestra historia personal y colectiva.
Publicidad
Ese perverso algoritmo que tanto sabe de nosotros lleva semanas mostrándome algo nuevo: herramientas que manipulan a demanda esas viejas fotos para que hoy luzcan a gusto del consumidor. Hay ocasiones en las que el internauta no quiere más que una simple restauración. En otras, lo que el usuario pide a la inteligencia artificial es la satisfacción de un deseo incumplido o, como si de un black mirror se tratase, un bálsamo contra el dolor en forma de aparente realidad. «No pude hacerme una foto durante el embarazo». «¿Podrían vestir esta imagen de mi hija con un traje de fiesta de los quince años que nunca tuvo?». «Tuvimos que casarnos con ropa de calle. ¿Podrían hacernos una foto vestidos de boda, bailando en un salón?». «Falleció hace cuarenta años y es la única imagen que tenemos de él». «¿Me pueden hacer una foto con mi madre? Murió hace cinco años y no tengo ninguna con ella». «Perdí a mi hermano y me gustaría aparecer abrazado a él».
Me pregunto cuántos álbumes de fotos se habrán perdido en los incendios de este verano. O cuántos quedaron atrapados bajo la lava en Todoque, cuando el volcán arrasó buena parte de La Palma. Por increíble que parezca, hubo quien lloró más por haber perdido sus recuerdos que su propia casa. Muchos arriesgaron su vida por rescatar una vieja caja de zapatos llena de retratos que representaban buena parte de su identidad.
También me pregunto cuántas fotos habrán desaparecido bajo los escombros de Alepo, Mariúpol o Gaza; cuántas quedaron sepultadas con sus dueños, cuántas se abandonaron en la huida. El mundo parece haberse demenciado. Decenas de miles de personas huyen del fuego asesino, privados de ayuda, hambrientos; dejando atrás a sus muertos, pero también esos hilos invisibles que nos unen a las raíces. Las guerras no sólo destruyen vidas, sino también las huellas de esas vidas. Sin fotos, sin objetos que nos conecten al pasado, la historia se difumina; se vuelve más difícil de contar, de transmitir. La destrucción de la memoria también forma parte del genocidio.
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión