Las leyendas negras de la Casa de las Muertes, joya del plateresco civil
La Casa de las Muertes, cinco siglos de historia y el aliciente de unas cuantas leyendas negras
Las cuatro calaveras que decoran discretamente la rica fachada, junto a varias leyendas de tinte sangriento y un solo crimen confirmado dibujan la singular personalidad de la Casa de las Muertes, una de las más brillantes manifestaciones del arte plateresco en Salamanca.
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Admirada por personajes de la talla de Joaquín Sorolla o Federico García Lorca, olvidada por las administraciones y abandonada durante muchos años por pura superstición, el inmueble original ha llegado al siglo XXI reducido a su imponente fachada, declarada Bien de Interés Cultural en 1983, tras salvarse de varias declaraciones de ruina. El interior del edificio sí ha experimentado numerosas renovaciones a lo largo de la historia.
Se desconoce el año exacto en que se edificó la casa, aunque se atribuye su autoría al arquitecto Juan de Ibarra (o Juan de Álava, como firmó en ocasiones el maestro, en alusión a su tierra de origen).
Desde 1504 comenzó a dejar su huella en Salamanca, pero es a partir de 1510 cuando se vinculó a los Fonseca, a los Álvarez de Toledo y a los jerónimos, que fueron algunos de los principales patronos de su actividad constructiva. Al arzobispo Alonso de Fonseca II, con quien había trazado la obra del claustro de la catedral de Santiago, dedicaría la ornamentación de la casa que se construyó en Salamanca, presidida por el rostro esculpido del “patriarca de Alejandría”.
En la fina labra de la piedra, Ibarra rindió tributo a su benefactor y lo expresó ofreciéndole el escudo de armas de su familia Anuntzibai —castellanizado Anuncibay—, que significa “río de cabras”, elementos ambos representados en la talla.
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En su obra “La Casa de las Muertes. leyendas e historia”, recientemente reeditado por el Centro de Estudios Salmantinos, el historiador Julián Álvarez del Villar acota en torno a la década de 1520 la construcción de la casa en la que residió Juan de Ibarra junto a María Álvarez de Vargas, y que fueron heredando varias generaciones de descendientes. Al mismo arquitecto y en la misma época se atribuye el cercano palacio de Maldonado, en la plaza de San Benito, entre otras obras.
Al fallecer en 1537, Juan de Ibarra acordó la creación de una capellanía en la vecina iglesia de Santa María de los Caballeros y en 1666, con la cesión de la capellanía por parte de las descendientes de Ibarra, la iglesia asumió la propiedad de la Casa de las Muertes, con la intención de que la capellanía se sostuviera económicamente con las rentas generadas por su alquiler.
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En 1805, la llamada “desamortización de Godoy” propició que la casa pase a manos privadas. El nuevo propietario fue el presbítero Alejo Guillén, quien desempeñó un notable papel en la Guerra de la Independencia organizando las partidas guerrilleras con la ayuda de su ama de llaves, María Lozano. En 1839 y tras la muerte de Guillén siendo ya prior de la Catedral, Lozano heredó la propiedad y, para su desgracia, protagonizó el episodio más macabro de la historia de la Casa de las Muertes cuando fue asesinada en 1851. Nunca se identificó al autor o autores.
Tras el crimen, la casa, que ya daba nombre a la “calle de las Muertes” (hoy Bordadores) pareció quedar maldita para los salmantinos. Nadie pujó por ella en la subasta pública y el abandono aceleró su deterioro hasta que en 1877 la adquirió Ramón García de Solis. Ya para entonces las calaveras de la fachada —”las muertes”— habían sido sustituidas por sendas bolas de piedra para mitigar la superstición popular.
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El siguiente propietario, Enrique Maldonado, emprendió el derribo parcial de un inmueble en lamentable estado. La prensa publicaba coplas sobre su estado ruinoso: “La casa de las Muertes / se viene abajo / Y es fácil que esa casa / muera matando” (Diario de Salamanca, 1888).
El edificio se salvó de sucesivas declaraciones de ruina y soportó varias reformas interiores, pero la imponente fachada seguía deslumbrando. Durante una de sus visitas a Salamanca en 1912, el pintor valenciano Joaquín Sorolla explicaba admirado los detalles a tres discípulos, en una escena recogida por Sir-Ve en El Adelanto. “Sorolla se extasía ante la casa de las Muertes y hace fijar a sus discípulos en cada uno de los detalles: “Mire usted qué primor de cara” “Fíjate en lo fino de ese adorno” “Qué gusto tenían para todo. En Italia no hay cosas mejores”.
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El estado de abandono del inmueble llamó, sin embargo, la atención de un joven Federico García Lorca cuando visitó la ciudad siendo estudiante hacia 1916. “Recordemos la Salamanca ultrajada, con el Palacio de Monterrey lleno de postes eléctricos, la casa de las Muertes con los balcones rotos, la casa de la Salina convertida en Diputación...” escribió en “Impresiones y paisajes” (1918), la única obra en prosa del poeta granadino.
Tras la última venta en 1962, comenzó el proceso de recuperación del inmueble. Volvieron las calaveras a su lugar y los primitivos antepechos fueron restaurados bajo las ventanas al estilo original.
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