Esta semana se produjeron dos coincidencias curiosas: el mismo día que la Real Academia de Farmacia de Castilla y León organizaba en el Casino una ... charla divulgativa sobre el corona-virus, se activó el protocolo del Clínico por un posible caso de infección. Y fallecía en Madrid el escritor Juan Eduardo Zúñiga, Premio Nacional de las Letras y autor de una trilogía sobre nuestra incivil guerra. ¿Y qué? Pues que el comunista de 101 años (inútil para la mili, menuda puntería), era hijo del monárquico don Toribio, bejarano como tantos Zúñiga, que acabó abriendo farmacia en Madrid (en la que estuvo empleado Ramón J. Sender); fue proveedor de la Real Casa; cofundador y primer Presidente de la Real Academia de Farmacia (luego secretario perpetuo); y fundador con Julio Muñoz -otra importante familia bejarana-, del famoso semanario “Béjar en Madrid”, que desapareció casi un siglo más tarde, habiendo editado cerca de cinco mil números. Por cierto, en la charla del experto Ortiz de Lejarazu, estuvo un prestigiosísimo Académico de Farmacia –de la Nacional y de todas las demás, incluida Castilla y León-, que tanto hizo por la creación de nuestra Facultad, Alfonso Domínguez Gil-Hurlé. Por si le faltaran méritos, es también el progenitor de Beatriz Domínguez-Gil, excepcional alumna de la USAL y hoy directora nada menos que de la Organización Nacional de Trasplantes, quizás la mejor del mundo.
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Lo he recordado esta misma mañana, mientras escuchaba en Casa Lis música apropiada a la Exposición que se inauguraba, cerca de Ana Suárez -estilazo-, la ciudadana de piel blanca y rizos de cobre, que vive con un perro y un gato. Como concejala de Igualdad de Oportunidades propuso acertadamente distinguir el Día Internacional de la Mujer, a tres salmantinas: la citada Beatriz; la capitán del Ejército del Aire Lourdes Losa; y la Premio Nacional de Investigación 2019, Susana Marcos.
Sigo con Ciudadanos, coincidencias y cruces. Francisco Igea, empeñado en desbancar a Inés Arrimadas, tiene su raíces en Cantalapiedra, donde no queda ninguno de aquellos Igea potentados y galgueros, como tampoco hay ningún Onís, que allí fueron “gente”, o sea. Si lo serían que tenemos que remontarnos al siglo XVIII, donde aparece don José de Onís, que estudió en la USAL y fue diplomático, tan importante que Carlos III lo envió de plenipotenciario a Dresde (una de las ciudades del mundo que más ha impresionado a este escribidor), y Carlos IV ¡a la Rusia de Catalina la Grande! ¿Se imaginan el viaje desde Cantalapiedra a San Petersburgo? Vino a morir a su patria chica. Bueno pues a otro miembro de la familia, Luis, le tocó firmar la cesión de España a EEUU, ay, de Florida; y Mauricio, fue “solo” presidente del Senado. Conozco familias que han dado menos próceres. El caso es que Ediciones Universidad presentará en marzo una interesante biografía de Federico de Onís, fallecido en 1966 (autor Octavio Ruiz-Manjón), del que no debo decir nada.
Los Onís eran dueños del importante despoblado de Mollorido, que bautizaron como La Carolina, que también tiene su historia. Acabó en manos de los Blázquez. José María -le recuerdo siempre con corbata de pajarita-, fue alumno del gran Maluquer en Salamanca y un excelente y laureado catedrático de Arqueología, “referencia imprescindible para conocer nuestro pasado”, según dijo en su homenaje póstumo de 2016, el ministro de Cultura.
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No me digan que me he enrollado. Ya saben, el cesto de cerezas. Aunque alguna sabatina la dediqué a hablar bien del personal, en lugar de pegar arreones a quienes nos desgobiernan, no está mal tomarse vacaciones. Sucede además, que he comprobado lo madrastrona que es Salamanca, y lo desconocidas u olvidadas que son estas historias y biografías tan cercanas, tan nuestras. Comprendo que se quite el nombre de Sotomayor a las pistas donde batió el récord mundial aquel cubano saltarín que se dopaba; o que a Franco y a Domingo les priven del doctorado universitario... pero no entiendo, ni acepto, que se desvanezcan de nuestra memoria los mejores, mientras ensalzamos a malandrines y gentecilla de trueno. También a los que han tenido con Salamanca gestos como el de hoy -por ayer- de Hans Rudolf Gerstenmaier, un muchacho hamburgués que vino a España en auto-stop y creó una pequeña empresa que acabó siendo muy grande, cuyos beneficios le permitieron atesorar una colección artística de fábula. Es la segunda vez que los salmantinos podemos contemplar obras -ahora pintura flamenca en Casa Lis-, que ya quisieran poseer muchos museos del mundo. Ser amigo suyo no me impide sostener que es patriota alemán, sí, pero también español, porque reconoce lo que debe a esta nación y hasta se permite donar piezas al Museo del Prado.
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