Cuando te quieres dar cuenta, ya está aquí “La hoja roja”, la del librillo del papel de fumar, de liar el tabaco de picadura. Avisa ... que te quedan muy pocas hojitas para hacer pitillos, que te quedan pocos telediarios, o sea, que estás viejo. Así le ocurrió al jubilado don Eloy de la novela de Delibes, liando los últimos cigarrillos de la petaca con “Ideales”, sellándolos de un lengüetazo en la goma. Entonces sucede como cuando Sánchez Terán trajo del exilio a Terradellas, y las primeras palabras del honorable en Cataluña fueron: “¡Ja soc aquí!”. Ya llegó, ya está aquí, y no precisamente el circo. Hablo de la hipoxemia, una saturación de oxígeno deficiente, porque te quemaste los pulmones con tabacazo, el fuelle está menguado y te fatigas. Sí, el tercero no hay quien lo eche, pero es que ya no puedes ni con el segundo (ojo, que hablo de pisos, porque vivo en un segundo). O sea, que como dijeron los españoles que repatriaron de Wuhan por el dichoso coronavirus -toquemos madera-, “estamos en la terminal”. Pudieron ahorrarse la desapacible palabrita -terminal-, que en cambio debió reconocer el orondo Ábalos, “Carbonerito chico”, también conocido por “Abalorios”. Ahora resulta que estuvo de cháchara en una “terminal privada” del aeropuerto Adolfo Suárez, con la ínclita vice tirana venezolana Delcy Rodríguez.

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La Junta de Castilla y León, que lleva al menos tres presidentes seguidos no fumadores -Lucas, Herrera y Mañueco-, acaba de declarar otra guerra al tabaco. Hubo cruzadas anteriores contra la puñetera nicotina, porque es la primera causa de muerte prematura, según la OMS. Bienvenida sea esa guerra para los que aún no tienen un guapo enfisema, ni padecen enfermedad pulmonar obstructiva crónica. ¡EPOC del mundo, uníos! Contemos a los que aún no están poseídos por el tabaquismo lo mastuerzos que fuimos fumando como carreteros sin la elegancia de Bogart, y sin los vegueros de Churchill, mordiendo Farias o quemando a todas horas papel, algo de hoja de tabaco y no sé cuántos aditivos tan misteriosos como dañinos. Cuando a mí entonces me preguntaban ¿cuántos?, debía contestar que según la hora de despertarme y dormirme, porque en medio... Reyes me tuvo que advertir frecuentemente en el bufete, “don Alberto, que tiene usted otro en el cenicero”. Bueno pues estos días he visto a dos quintos míos, médico y bancario respectivamente, color ceniciento, atravesar pasos de peatones, arrastrando los pies, con un pitillo en la boca o en la mano, como si fuera su última voluntad antes de ser fusilados. La oxigenoterapia les espera impaciente y escéptica. Pero es quienes me visitaron en “Los Montalvos”, cuando mi primera cornada –tabaco las llaman los taurinos-, me contaban que por la terraza corrida abierta al mar de encinas del campo charro, veían pasear enfermos con las “gafas” del oxígeno ¡y un cigarrillo en la comisura!, manda güevos.

Lo cual que tengo frente a mí un juglar -además de apuesto y excelente actor-, con la boina ladeada, barba canosa, jersey de cuello alto tricotado con lana jaspeada, y entre los dientes un amarillento hueso de conejo que emplea de siempre como boquilla, al final de la que están los restos de un cigarro artesanal, liado por unas manos diestras para hacer sonar una teja, una sartén, dos platitos y lo que sea menester... “¿Cuántos, Eusebio?”, pregunto a Mayalde. “Dos o tres al día”, me contesta. ¡Eso no es fumar, coño! Los viciosos -qué bien lo entonaba Elena Santonja-, escuchan complacidos aquello de “me gusta por las mañanas, después del café bebío, pasearme por la Habana, con un cigarro encendío”. En cambio, Esperabé, antes de juntarnos en aquel tripartito cortesano charro de UCD77, nos advertía a Sánchez Terán y a mí, “me reúno con vosotros a condición de que no me ahuméis como a los chorizos”. Pero uno de los suplicios del 23F, fue quedarse sin tabaco.

O sea, que antes de que se acabe mi librillo, no he tenido más remedio que echarme novia. La llamo Greta. No es tan odiosa como la sueca Thunberg, aunque tampoco tiene el garbo de la ídem, ni su belleza como “Ninotchka”, “Ana Karenina”... La mía es holandesa, se apellida Philips. Ya la he presentado a la familia y los amigos. ¿Cuántas horas?, inquieren. Mi cuñado Genaro de No (¡salven sus estupendos frescos de la capilla del Clínico, porfa!), uncido a la máquina de dializar, decía, “yo con esta como con tu hermana Mari -en casa la llamábamos Piti-, hasta que la muerte nos separe”. ¡Greta, mi fiel mochila del oxígeno vivificador! A la madre, gorda, feota, la dejo en casa. A Greta la paseo porque me ayuda a deambular.

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