Recordando al Guarda Mayor, Nicolás Dorado
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La última perdiz estofada que he comido fue en el desaparecido “Nandi”, frente al Unamuno de Pablo Serrano. Aún ... me relamo recordándola. Luego he probado otras perdigochas de granja, de carne blanca como una pechuga de pollo de supermercado, nadando en un aguachirle ajeno a la espesa salsa, con la cebolla dorada, que bordaba mi santa madre. O sea, próximas al sabor del humilde nabo que el maestro del Buscón de Quevedo defendía diciendo: “No hay perdiz para mí que se le iguale”. Aunque recuerdo también estofados de perdiz, comme il faut, de los amigos bejaranos Gómez Rodulfo.
Disparo a tenazón sobre este tema porque quiero volver a catar media perdiz de campo al chocolate. PP, PSOE y Ciudadanos de Castilla y León han alcanzado un consenso —¡albricias!—, para que los cazadores de la Comunidad puedan seguir abatiendo piezas ordenadamente. ¿A qué tanta prisa? Porque la presidenta de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Superior de Justicia, a instancia del Partido Animalista, ha suspendido cautelarmente todo ejercicio venatorio. La normativa autonómica podía producir —según los recurrentes y la Magistrada—, “daños irreparables a la fauna”. Los cazadores hablan de posible prevaricación. El candidato a presidente, Mañueco, ha prometido “blindar la caza por Ley” porque no se puede ir contra las tradiciones y la cultura, empleos... argumentos que entiende cualquiera... menos los animalistas.
Sería necesario que los radicales miembros de ese partido, el PACMA, que quieren abolir de un plumazo la caza (y los toros, el circo con animales, los acuarios...) echaran un vistazo al conocido prólogo-ensayo que Ortega y Gasset redactó para un libro del Conde de Yebes, sosteniendo el origen del hombre como cazador, y su búsqueda de la felicidad a través de la diversión, en este caso cinegética. Y el muy reciente “Sapiens”, del israelita Harari, que justifica cómo el hombre encabezó al fin —hace solamente cien mil años—, la cadena alimentaria. Hasta 400.000 antes tenía que cuidarse de que los animales no le cazaran a él y conformarse con las piezas pequeñas. Relata cómo el hombre usaba las piedras para romper los huesos de un animal abatido y engullido por los leones, huesos que habían dejado mondos las hienas y chacales y en cuyo interior estaba el graso y sabroso tuétano, único alimento que quedaba para el hombrito sapiens. ¿Cómo no va a gustarnos la caña del cocido? En fin, para justificar tan prehistórica actividad, estos animalistas deberían leer alguno de los numerosos y deliciosos textos sobre caza de Delibes.
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Uno no caza hace muchos años. Como el recién fallecido Arzallus, que Dios perdone, dejo que otros disparen para yo comer las piezas —él hablaba de menear el nogal y recoger las nueces—, ¡pero no humanas! Me retiró una zorra. Me explico. Solo acertaba tirando a tenazón al conejo. No sabía reportarme. Tenía amigos que tiraban perdices adelantando el tiro, corriendo la mano, como Paco “Maza” y Paco “Faldas” (en Extremadura medí un día más de ochenta pasos desde donde el de Villavieja había disparado a un pájaro perdiz, hasta donde pegó el pelotazo, tras hacer la torre).
Pero voy a la zorra que me retiró. En un puesto en “El Gardón” de Fidel y Quini Benito, se me plantó enfrente una raposa. Encaré y se me engatilló el arma. Fernando G. Delgado, desde el puesto inmediato me gritaba “¡tiraaaa...!”, mientras la jodía zorra se burlaba. Diose media vuelta y fuese a criar. Colgué la escopeta para siempre, sin arreglar siquiera el gatillo. Aquel día comprendí lo que sonroja a los hombres confesar que damos “gatillazos” (ustedes me entienden). Luego he practicado la caza política con la pluma, que a veces también se me arruga o encoge, aunque dicen que con la péñola tengo más vigor y puntería que como escopetero.
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Me he ido por los cerros de Úbeda porque estoy hartito de cacerías de políticos y sus desmanes. Pero también de que algunos me pidan que dé más caña teniendo fama de leñero. Algún lector habrá llegado hasta aquí, y para terminar le entretengo con un sucedido de hace muchos años. Un acosador impenitente le tenía dicho a un compañero de la peña de caza que cuando le saliera alguna “criada” — hoy empleada del hogar—, valiente, la mandara a su casa con la funda de la escopeta, como señal inequívoca de que tragaba. Para darle un escarmiento, el amigo le mandó una chica honesta —como todas—, con la funda. Al primer intento lascivo de aquel señorito, le sacudió una formidable óspera disuasoria. Hoy dormiría en el cuartelillo.
No dejemos que nadie nos deje sin caza y sin toros.
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