Al final de mi primera estancia en Londres para aprender inglés, como regalo de despedida, mi amiga Suzie Megan me entregó la servilleta de un ... bar, apresuradamente garabateada e introducida en un misterioso sobre en el que había rotulado con su mejor caligrafía: “lo que deberías saber en inglés y no te enseñarán en ninguna escuela de idiomas”. Entre risas y con la ayuda de una estilográfica Mentmore, había improvisado sobre aquella servilleta una exhaustiva lista de insultos, palabrotas y maldiciones por las que, efectivamente, nunca me preguntaron en ningún examen. Me comprometí, en aras del intercambio cultural, a devolvérselas traducidas por carta, fíjense si hará tiempo de esto, pero nunca cumplí aquella promesa. No habría sabido hacerlo. Tampoco he pronunciado esas expresiones nunca en voz alta, pero hoy me resultan imprescindibles para seguir casi cualquier película o serie en lengua original. Y he aprendido su traducción en el contexto, viendo películas y series en español, tanto dobladas como autóctonas. De hecho, intuyo que su proliferación se debe a un anglicismo estilístico, o al menos yo no era consciente de que en España hablásemos tan mal. También en novelas actuales, los autores descienden hasta el escalón más chabacano del lenguaje, quizá en un mísero afán por retratar con realismo barato a sus personajes. Se cuela en periódicos, radio y televisión, por no hablar de géneros musicales perdidos ya inevitablemente en la espiral de la impudicia. Me siguen resultando desagradables en todos los formatos, observo con tristeza que circulan a pie de calle y deseo reivindicar aquí mis derechos lingüísticos, pisoteados por el colonialismo de lo obsceno. Tengo derecho a no escuchar ciertas cosas. En su casa que hable cada uno como quiera, pero en la esfera pública han de respetarse unos mínimos. Una cosa es un taco bien dicho, que nunca bien escrito, y otra muy diferente la procaz plaga de malsonancias que sufrimos, que es enfermiza. Creo que cualquier lector sabe de lo que estoy hablando y por eso me permito el lujo de no entrar en detalle y mantenerme al margen de esa sucia jerigonza, una actitud que puede parecer aristocrática hoy en día, pero que yo entiendo en estrictos términos de higiene. Y a los de Salamanca, ciudad del español por excelencia, nos toca dar la cara en público por lo bien dicho, por el buen gusto en el habla.
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La lectura más simple de este fenómeno tan extendido, el del lenguaje gratuitamente soez, consiste en constatar la podredumbre del léxico. Cuanto menos vocabulario atesora el sujeto, mayor es la concentración de vulgaridad en sus frases. La pérdida de altura en el lenguaje es además espejo de la pérdida de nivel en el pensamiento, el triste síntoma de una decadencia de calado bastante más profundo, aunque Gloria Fuertes se negase a aceptar este extremo y recetase el taco como medicina preventiva para “bronquitis y altercados”. Demudaría la poetisa del camello cojito si escuchase hoy a muchas niñas y adolescentes, empeñadas en igualarse por lo bajo con los peores tipos duros heteropatriarcales. Pero yo además tiro de refranero y entiendo que de aquello en lo más se insiste en presumir es precisamente lo que más se echa de menos. Incluso en el caso del laureado Cela, que pretendió hacer culto elogio del taco distinguiendo entre el infinitivo y el gerundio, para mí que abundaba en lo que deseaba catar en mayor medida de la que alcanzaba. Cada grosería esconde un complejo. Cuanto más ordinario es el lenguaje, más insatisfecha y anhelante es la sociedad que lo habla. A mayor procacidad, mayor hambre de existencia. Puestos a vituperar, yo me quedo con los bandones de Cervantes y le dedico cariñosamente a tanto malhablado que azota mis oídos con las palabras de Don Quijote, que a Sancho trató de “ánimo de ratón casero” y de “pan mal empleado”.
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