«Calentitas, que queman»: el aroma que anuncia el frío
La venta callejera de castañas fue durante décadas labor principalmente femenina y estigma de clase humilde. Las estampas de los puestos y el olor y calor de la castaña son de esos recuerdos que permanecen
Se les considera pregoneros y pregoneras del invierno, pero los sentidos que estimulan son en este caso el olfato y, cómo no, el gusto. También, claro está, el tacto, porque el calorcillo que emana de los puestos callejeros así como del cucurucho de papel que nos llevamos como trofeo son de esas sensaciones de infancia que se recuerdan siempre. Hoy los puestos de castañas alcanzan los barrios, pero históricamente se concentraron en el entorno de la Plaza Mayor.
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Ya desde hace un siglo, los periodistas locales nos rendíamos al elogio plagado de lirismo de la presencia de las castañeras -entonces en femenino- con la llegada de los primeros fríos. En un reportaje publicado en El Adelanto el 30 de noviembre de 1924, el firmante Óscar revivía su juventud recordando «las castañas de la señora Ponce y de la Roja, las de la manca y las de aquella viejita de cara beatífica y plácida que ponía su puesto en la plaza de la Libertad».
«¡Calentitas, calientes! ¡Calentitas que ahora queman!». Era la llamada de las vendedoras de la época. Las vísperas de Todos los Santos marcaban la aparición en las calles de los puestos de castañas. La venta se prolongaba hasta el año nuevo, aunque no había fecha fija y la mayoría de ellas tampoco tenía ubicación estable.
Recuerda el experto en historia local José María Hernández Pérez a los castañeros que ocupaban la plaza de los Bandos, como la «seña» Cesárea, frente al edificio de Telefónica , viuda de un conductor de coches de caballos, que lo regentó antes y después de la Guerra Civil; o Antonio «el Caramelero», ya frente a los bancos de piedra, «padre de la que luego tuvo la máquina de asar patatas en Concejo, frente a la farmacia de Bustos». Pasada la entrada a los jardines, ante el nuevo tramo de asientos se situaban el señor Domingo, con su puesto de chucherías y algo más allá, cerca del kiosco de prensa de Felisa Herrero, colocaba en verano su carrito el heladero Venancio Díez.
Otro buen conocedor de la historia local reciente, el doctor David Rodero, autor de «Vivencias y recuerdos de Salamanca» , apunta unos interesantes datos, vistos con la perspectiva de un siglo después. «En los años 20, una castañera vendía hasta 75 kilos de castañas diarios, que multiplicado por más de 25 puestos, hacía un consumo en la ciudad de cerca de 2.000 kilos por día».
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Las referencias a las castañeras -colectivo entonces principalmente femenino- en la prensa local de antaño vienen revestidas de un entrañable lirismo costumbrista, haciéndolas protagonistas del constreñido paisaje urbano de entonces. «Hicieron su aparición en las esquinas de las calles las invernales castañeras» -escribía el periodista- «con su asador repleto de lumbre y el chisporrotear de las castañas nuevas, mostrando sus vientres abiertos». «Pregoneras del invierno», titulaban la breve nota en 1944.
Cómo colar un cuarto de kilo de castañas pochas
Un interesante reportaje publicado en 1954 se detiene en explicar la convivencia en la ciudad de dos tipos de castañeras; las de tradición, «que saben bien lo que se se asan», conocedoras de la buena y mala mercancía y de como asarlas en su punto justo, y las de nueva planta, «que no aciertan a comprar buen carbón para el asador y les falla la memoria al dar los cambios». A cambio, a estas les atribuye el cronista un «buen corazón» y las ve incapaces de la picaresca de las veteranas: «una castañita pocha en cada pesetita no se nota, y así logra echar aquel cuarto de kilo que le entraron en malas condiciones en el saco que compró al señor Evaristo».
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Estudiantes, niños y soldados eran la clientela «premium» el año en que desaparecieron los jardines de la Plaza Mayor. Las 56 castañeras pagaban 50 pesetas por temporada para ocupar el lugar que les designaba el Ayuntamiento. Solo las veteranas tenían bula y emplazamiento fijo.
Ya en la Salamanca de hace 40 años, había dos puestos de venta de castañas cuya solera destacaba sobre los demás: los de la plaza de los Bandos y la Gran Vía esquina a San Justo. La antigüedad de sus titulares se seguía respetando, mientras que las demás ubicaciones, treinta en total, se sorteaban entre los demandantes. La modernidad ya había traído consigo la unificación estética de los puestos: eran casetas de base cuadrada, construidas en conglomerado y pintadas de color ocre, con una pequeña marquesina en la parte delantera, donde la puerta. Quien no se ajustase a las normas recibiría la visita de la Policía Local que retiraría el puesto sin ninguna piedad.
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En 1986 eran 34 los puestos de venta de castañas que el Ayuntamiento adjudicó por toda la ciudad para la venta de castañas en los meses de noviembre y diciembre. Los titulares, en su mayor parte personas en paro y jóvenes estudiantes, debían abonar al Ayuntamiento 500 pesetas por cada período de 15 días de explotación del puesto. La docena de castañas calentitas costaba 30 pesetas. Pero si tenías un antojo, por un duro te daban dos.
Estos castañeros ocasionales se beneficiaban a inicios de noviembre del aluvión de consumidores atraídos por la novedad. «Luego se cansan y pasan de largo», contaba uno de ellos. «Pero cuando se acerca la Navidad, otra vez vuelven las largas colas delante de los puestos». Al final del período, la peripecia empresarial salía rentable. «De cada cuatro mil pesetas que invertimos, ganamos unas diez mil», confesaba un castañero al periodista de LA GACETA.
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