Hace unos días, Manuel Muiños, presidente de Proyecto Hombre, advertía de que la sociedad cada vez está «más enferma del corazón». De este diagnóstico, según ... el sacerdote, nace el incremento de las patologías mentales que en algunos casos generan la destrucción masiva de los enfermos que buscan instantes de alivio en las sustancias, en el juego, en las compras compulsivas y en otro tipo de adicciones. También tienen su origen las —cada vez menos— sorprendentes noticias del hallazgo de personas muertas en sus domicilios desde hace años sin que nadie las hubiera echado en falta.
Publicidad
El último ha sido Antonio, encontrado en Valencia «gracias» a una gotera generada en su vivienda. Los bomberos dieron con él después de 15 años descansando en paz en un sillón rodeado de palomas muertas, excrementos y botellas de leche. Lamentablemente, Salamanca no es ajena a estos sucesos. Del avance de «las enfermedades del corazón» no se libran ni pueblos como Villamayor, de 7.600 habitantes. Allí, en 2021, encontraron a Joaquina después de medio año muerta en su domicilio. Es quizás el suceso más llamativo de los últimos años, pero solo hay que echar la vista atrás para encontrarse titulares en LA GACETA como el de este mismo mes de marzo: «Encuentran a un hombre de 48 años muerto en su estudio de la avenida de Italia», acompañado por el subtítulo: «Llevaba varios días sin dar señales de vida». El año pasado se encontró a una mujer en su piso de la plaza de Extremadura que llevaba tres días fallecida. En el año 2022, la noticia se produjo en la avenida Reyes de España, donde apareció un hombre que llevaba al menos día y medio muerto. En 2021 apareció muerta en el barrio de Los Alcaldes una mujer con síndrome de Diógenes de la que sus vecinos llevaban varios días sin saber nada. En 2020, el año de la pandemia, ocurrió lo mismo con una mujer de 77 años en la calle Valles Mineros y en el barrio de Chinchibarra, donde un hombre fue hallado muerto después de cuatro días sin que nadie supiera de él.
A veces es el portero el que da el aviso, otras veces una vecina preocupada y otras, algún familiar que no recibe respuesta a sus insistentes llamadas. Cada vez que surgen estas noticias entono un «mea culpa». Confieso: no soy ajena a este contagio de la «enfermedad del corazón» cuando en mi primera vivienda en Salamanca solo conocía más estrechamente a cuatro vecinos de los 144 del edificio. Nunca me tomé un café con ninguno; solo una me dejó la llave para que le regara las plantas, y ella no cuenta porque era amiga de mi madre. Perfectamente podía haber muerto el vecino de abajo sin que me diera cuenta. Generamos fronteras y muros que nos alejan incluso de los seres humanos más próximos. En los casos extremos, hasta de nuestra familia y de nuestros propios hijos, en comportamientos que van «contra natura». Lo hacemos para proteger nuestra intimidad o para no traspasar las líneas rojas que nos marcan los demás.
El incremento de estas noticias genera oleadas de buenas intenciones como las que se gestan con el inicio del curso, que al final solo logramos mantener durante unas pocas semanas. Estoy segura de que, después de conocer la historia de Antonio, hemos mirado por primera vez desde hace mucho tiempo a nuestro lado para comprobar que todo está bien y que no somos como esos vecinos que conviven con un fallecido en la comunidad durante décadas sin haberle echado de menos. Después seguiremos por nuestro camino, cada vez más conectados al mundo y más desconectados entre nosotros.