Desde Salamanca la grande
Pretendo que Roma, a orillas del Tíber, se sienta igualmente halagada por su proyección a mayor escala de tesoros testimoniales del arte y de la Historia
Por más que nos parezca novedoso, en el arte de la política está prácticamente todo ya inventado y lo que sufrimos con insospechada resignación o ... percibimos como prodigiosas ramificaciones de un nuevo genio maquiavélico no son sino torpes remedios de historia ya escrita. Esta es la idea que se ha ido cincelando en mi pensamiento estos días de atrás, recorriendo la ciudad eterna, a la que por cierto estoy decidida a rebautizar. Si a Salamanca la llaman «Roma la chica» y se asume el apodo como piropo, por su semejanza a menor escala con la ciudad de las siete colinas, bien puedo yo tomarme la libertad de continuar el hilo de ese discurso y, en justa reciprocidad, llamar a Roma «Salamanca la grande». Y pretender con ello que Roma, a orillas del Tíber, se sienta igualmente halagada por su proyección a mayor escala de tesoros testimoniales del arte y de la Historia, como los que nosotros disfrutamos como cotidianos a orillas del Tormes.
Publicidad
El caso es que Roma, piedra a piedra, ofrece un extenso catálogo de estrategia política, junto al muestrario de sus consecuencias. Y contiene, concretamente, ejemplos elocuentes del uso desde el poder de fuerzas menores y extremas para contrarrestar al verdadero adversario político. En la Roma republicana, Julio César comprendió que para derrotar a Pompeyo y a los optimates no bastaba con su fuerza militar: necesitaba un ariete político. Lo encontró en los populares, esa facción menor que, con tribunos como Marco Antonio, servía de catapulta contra el Senado. Los utilizó como quien se sirve de una catapulta para derribar murallas. Es la misma estrategia de la que hoy quiere servirse Pedro Sánchez, desde una posición bastante más desesperada que la del Hijo de la Estrella Divina, al utilizar a Vox como fuerza menor y presentarse a sí mismo como único garante de orden, desgastando a su verdadero objetivo.
Mientras César cruzaba el Rubicón, Marco Antonio agitaba las masas en Roma, soliviantando y alimentando la radicalidad, de manera que el futuro dictador apareciera como hombre de Estado moderado. Y mientras Sánchez cruza sus propios Rubicones, con violaciones de derechos fundamentales, repudiables pactos parlamentarios de compraventa de apoyos, cesiones autonómicas y demás agresiones o intimidaciones de carácter institucional, Vox alimenta la pira retórica y facilita que el PP aparezca como el partido que «cede». Cada vez que Vox aspavienta contra Europa, la inmigración o las autonomías, Sánchez simula colocarse en el centro, ante la multitud en el circo mediático, como supuesto mástil de lo razonable y apuntando al PP como a un Pompeyo atrapado entre la espada y el griterío.
La historia de Roma enseña que manipular facciones radicales es tan fácil y efectivo como soltar tigres en el Coliseo: entretiene al público, debilita al adversario y apuntala al tirano. Y que los arietes políticos tienden a volverse contra quien los maneja. Marco Antonio, de hecho, sobrevivió a César, se ligó a Cleopatra y acabó disputando el poder con Octavio, aunque también terminó muy mal. Y los efectos sobre la sociedad son de mayor alcance: los hermanos Graco abrieron la puerta a una cruel era de enfrentamientos, Cayo Mario debilitó las instituciones republicanas y Publio Clodio Pulcro, que organizó incluso bandas callejeras y la violencia urbana para presionar al Senado y debilitar a Cicerón, convirtió Roma en la arena sangrienta de facciones armadas. La historia más reciente, en concreto la nuestra, ofrece luz igualmente abundante y certera sobre los efectos a largo plazo del extremismo y el populismo. Pero, bajo la cúpula del Panteón, por lo que sea, son estos sucesos sin embargo los que se abren paso con más fuerza, a modo de advertencia. Cicerón nos dejó escrito que «nada es más peligroso que un político que excita las pasiones del pueblo» y que «el abuso de la multitud es tan dañino como el del poder». Y Séneca que «la ira nunca es política, sino veneno que destruye tanto al gobernante como al pueblo».