La escena ha sido digna de una comedia de Wes Anderson. Los señores del comité del Nobel desesperados: llamando, enviando correos, buscando al laureado por tierra, mar y roaming, para comunicarle la gran noticia, y él sin cobertura. Durante unas horas, esta semana, el mundo científico entró en pánico y algún filósofo occidental debió comenzar a dudar si estás conectado, luego existes, o no. Muchos interpretarán la incidencia que supone que te den el Nobel de Medicina y no poder enterarte porque tienes apagado el móvil como la madre de todos los fallos logísticos, pero a mí se me antoja casi un acto heroico. En estos tiempos nuestros hipergeolocalizados, en los que nos vigila una cámara en cada esquina y no le falta wifi ni a los semáforos, solo hay algo más revolucionario que descubrir las «células T», guardianas por lo visto del sistema inmunológico, y es estar ilocalizable.
Publicidad
Se diría que hace falta tener el coeficiente intelectual de un Nobel para desaparecer del radar digital. El Nobel ilocalizable, en una gran aportación a la ciencia, ha demostrado que no pasa nada por no contestar. Que el mundo sigue girando aunque no respondas a los grupos de WhatsApp y que la salud, de hecho, empieza por silenciarlos. Que el verdadero lujo no es tener el último iPhone, sino poder ignorarlo. Y si el Nobel de Medicina puede desconectar sin que el mundo colapse, nosotros también. Haga caso a su médico y apague el móvil tres veces al día, después de las comidas y con mucha agua.
Imagino a la lumbrera de Fred Ramsdell de excursión, ajeno a la alerta global de su ausencia. Ni siquiera su buen amigo Jeffrey Bluestone podía comunicarse para felicitar a su cuate. El rey Carlos Gustavo de Suecia, angustiado, no conseguía convocar al premiado en Estocolmo el 10 de diciembre y periodistas de todo el mundo que no entienden nada de las Tregs buscaban con avidez y sin frutos su primera reacción en redes en lugar de documentarse seriamente sobre el tema. Pero no pasó nada. Quizá Ramsdell estaba leyendo la Biblia, paseando por el bosque, o simplemente durmiendo sin una meditación guiada por algoritmo. No sé si merece más el Nobel de Medicina o el de Paz. Desconectarse es hoy prácticamente un acto subversivo y antisistema. Es decirle al mundo: «No estoy disponible y está bien que sea así». Es recuperar el derecho al silencio, al pensamiento. La sedición de volver a tener ideas propias. Situarse en otro plano, en el que la atención no es negociable y el silencio permite el conocimiento profundo. El mejor modo de estar presente es, a menudo, no estar disponible. Al próximo que me pregunte por qué o contesto, le responderé que estoy «en modo Nobel».
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión