Frugalismo

Nuestros padres no hablaban de independencia financiera ni de «early retirement», sino de no deber nada a nadie y de que los hijos pudieran estudiar

Seguramente como respuesta de insatisfacción hacia el capitalismo de consumo, está muy de moda el estoicismo. Surge con la fuerza de una nueva religión efervescente, ... disfrazado de mindset, de neodogma para CEOs y atletas de élite, traducido a pie de currito como el desapego por lo material y aceptación del propio destino. Y promete a cambio la paz mental. De entrada, cualquier moda que lleve a los chavales a leer a Marco Aurelio me parece ya positiva. Si además los despega del culto a las marcas y de la falsa creencia de que el dinero es estrictamente necesario para hacerse respetar o para divertirse, bendito sea el estoicismo, aunque dudo seriamente que sea capaz de llenar una vida.

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Y como derivada, aparece el frugalismo, que guía a sus acólitos por la senda del sacrificio, el ahorro extremo y la inversión, con el fin último de jubilarse a los 40 y burlar así definitivamente el sistema. Soy la primera que desconfía de nuestro fondo de pensiones, saqueado y que difícilmente podrá soportar la jubilación de los boomers. Si busco en Google «Seguridad Social: Fondo de Reserva», me responde: «Acceso denegado» y me muestra un código de error. Y también soy la primera, aunque por otros motivos, en intentar enseñar a mis hijos el arte de vivir por debajo de sus posibilidades, por utilizar la jerga económica de Angela Merkel. Pero de nada sirven estas trabajosas virtudes si lo que las sostiene es un desnudo y vacío egoísmo.

No puedo evitar pensar qué sería de nuestra sociedad si todos nos volviésemos frugalistas. Si nos ahorrásemos el café con pincho de tortilla, la barra de pan reciente, el arreglo de peluquería o la escapada de fin de semana. Si cada adolescente perdiese la ilusión por un nuevo modelito, si dejásemos de sorprender con ese regalo de navidad que, evidentemente, no necesita el destinatario o si dejásemos de apadrinar a un niño o rascarnos el bolsillo para ayudar a Proyecto Hombre. El paisaje de nuestra ciudad se volvería gris, sin bares, restaurantes y tiendas de objetos tan atractivos como superfluos. Sin turroneras ni castañeros. Sin jamonerías ni joyerías. Y en la Plaza no habría ese gran árbol de todos, sino un gigantesco retrato de mister Ebenezer Scrooge. Dios nos libre.

Lo que más me sorprende es que estas doctrinas se presenten como revelaciones contemporáneas, cuando no son más que la reedición de marketing de lo que nuestros abuelos practicaron sin hashtags y por necesidad: guardar pan para mayo y coser los calcetines. Convierten en tendencia lo que fue supervivencia, el eco de una cultura que comprobó en su propia carne que la abundancia es frágil. Nuestros padres no hablaban de independencia financiera ni de «early retirement», sino de no deber nada a nadie y de que los hijos pudieran estudiar. No decían «gestión emocional», sino «la vida es dura», y nos enseñaron a perseverar. Se puede rebautizar el puchero como «slow food» y la austeridad como minimalismo, pero todo ello carece de sentido si es un monólogo, si no hay un prójimo. El verdadero mérito no está en citar a Epícteto y roñosear para retirarse a los 40, sino en haber sostenido familias enteras con sueldos modestos y sin pretensiones filosóficas, en haber hecho del ahorro un acto de responsabilidad individual y social.

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Dicho lo cual, lo que más disfruta hoy en día esa generación auténticamente frugalista es de llevarse a los nietos a tomar un chocolate con churros y tirar la casa por la ventana para los suyos. Preparan la carta a los Reyes con más ilusión, si cabe, que los remitentes. Y me parecen un ejemplo y una inspiración. Por mi parte, estoy deseando llegar a Salamanca y ponerme al día con las amigas alrededor de unas tapas, disfrutar del derroche de luz navideña y regalar a los míos todo lo que se merecen. Y sospecho que va a salir la paz mental por las orejas.

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