DE LARGO ALCANCE

Adicción

A estas alturas, si se cayese Internet, la Seguridad Social tendría que ofrecer pequeñas dosis diarias de conexión, como las pastillas para la tensión o la metadona

Regresamos a la oficina, al taller, a la universidad, a las ferias e incluso al colegio pensando que hemos estado de vacaciones. Presumimos de ello. Nos jactamos de experiencias, bronceados, atardeceres, nos ufanamos de haber «desconectado», sin percatarnos de que, en realidad, no nos hemos permitido el descanso. Sin admitir ante nosotros mismos que nuestros cerebros siguieron sometidos con la misma frecuencia y la misma intensidad a más o menos los mismos estímulos vanos, posiblemente dañinos, y sin haber dado tregua a nuestras neuronas. Drogodependientes de WhatsApp, esclavos de quien se cree en el derecho de comunicarse con nosotros e irrumpir en nuestra vida, a contar con nuestra atención a cualquier hora y en cualquier circunstancia. Adictos a unas redes sociales que dispensan contenido vacuo en infinitas dosis de pocos segundos de duración. Las redes tienen muy bien puesto el nombre: atrapan. Hay incluso quien ha retransmitido sus momentos de vacaciones casi en directo, desde la convicción de que esas fotos son relevantes para el resto porque, de alguna manera, componen determinada y dudosa identidad. Sin darse cuenta de que filtran experiencias, bronceados y atardeceres a través de su teléfono móvil como si de por sí no existieran y su valor más intrínseco no radicase en la posibilidad de ser disfrutados y observados en primera persona. Vanitas vanitatum.

Publicidad

Yo no llamaría vacaciones sin cargo de conciencia lingüístico a ningún estado o situación en los que el móvil esté presente. Le planto cara en ocasiones a ese tirano, empeñado en imponer su dictadura sobre mi interés, mi curiosidad, mi observación y mi tiempo, olvidando el teléfono en un bolso, dentro del armario, o saliendo de casa sin él. Es una demostración de desprecio manifiesto, breve pero reveladora, y les invito a ustedes a hacer lo mismo, si quieren disfrutar de unas verdaderas vacaciones de una media hora de duración. Apáguenlo por un rato y mantengan una conversación sin incursiones ajenas a ella, con atención plena y plena capacidad de escucha. Tomen algo saboreando cada ingrediente y con los ojos cerrados, sin tener en cuenta su aspecto. Siéntense en un banco en la calle, integrándose en esa realidad real, no virtual, de edificios sólidos, gentes ciertas y de susurros y resonancias vírgenes, que no han pasado por la mesa de sonido, al igual que esa luz, que proviene de la genuina fuente de energía y nos alcanza y abraza desde su mismidad, sin ser exudada por una pantalla. Expónganse al fecundo silencio. Y a esa media hora, llámenla vacaciones, sin temor al equívoco.

Sentirán cierto nivel de ansiedad, es lo que tiene estar enganchado. A estas alturas, si se cayese Internet, la Seguridad Social tendría que proporcionar pequeñas dosis diarias de conexión, como las pastillas para la tensión o la metadona. En cierta forma somos irrecuperables. Y sin embargo, hay quien no pierde la esperanza. Suecia, otrora país puntero de la digitalización en las aulas, empieza el curso con la reintroducción de los libros de texto y la reducción del tiempo de pantalla en primaria, tras la caída generalizada de los alumnos en las pruebas de comprensión lectora. La escritura con lápiz y papel vuelve a ser considerada competencia básica. Finlandia, Bélgica, Suiza y Francia avanzan por esa misma senda. El ecologismo, antaño centrado en la desindustrialización y el cambio climático, alerta ahora sobre la insostenibilidad energética de la inteligencia artificial. También desde la Economía comienzan a tomarse medidas. En Estados Unidos, Basecamp repudia herramientas digitales como Slack o Zoom porque sus empleados comenzaban a desarrollar problemas para la comunicación directa entre personas. El movimiento «Slow Tech», impulsado por pensadores como Paul Kingsnorth, promueve atacar la dependencia digital. Y el psiquiatra Manfred Spitzer, en su libro «Demencia digital», ya nos había adelantado las consecuencias mucho antes de que los adolescentes confiasen en ChatGPT como terapeuta. Démosles ejemplo a los chichos. Usémoslo para lo que sí es útil, pero después apaguemos el móvil. A ratos, por lo menos.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad