No me refiero a la novela de Stendhal, sino al contraste cromático de una zona única en España: las Médulas, ese paisaje conjunto patrimonial de la Humanidad en el que durante siglos dominaron los tonos rojizo-anaranjados en contraste con el verdioscuro de los montes limítrofes. Ahora ya apenas se vislumbra dicho contraste. Predomina el negro churruscado de los bosques asolados por el fuego. El atentado ecológico, geológico y arqueológico hace prever daños irreversibles no solo en la fauna y flora, sino también en algo tan elemental como puede ser la erosión de los terrenos y otros males derivados de la tierra quemada. Tierra yerma, devastada, arrasada, baldía, como la del poema de T. S. Eliot.
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Pero las dramáticas consecuencias de los múltiples incendios que estamos padeciendo en esta España que arde por los cuatro costados hay que medirlas sobre todo en el coste de vidas humanas. Y eso sí que es irrecuperable, de todo punto irreparable y descorazonador. ¿Habrán hecho esos cálculos quienes con toda premeditación pegan fuego al monte? ¿No se merecerían los incendiarios, en el momento de ser capturados, que les aplicaran una antorcha en el escroto, por ejemplo? A lo mejor en ese punto de su anatomía está el origen de unas frustraciones que subliman con la lata de gasolina y la cerilla en la mano.
No hay aquí espacio para abordar las numerosas causas de esta gigantesca pira en que se ha transformado una buena parte del país. En teoría, todo el mundo las conoce, desde las autoridades autonómicas hasta el más humilde agricultor o ganadero que se busca la vida en los ingratos entornos rurales, esos tan bobaliconamente admirados por «transicionistas» ecológicos y ecologistas puros de salón, que ya nos tienen hasta los mismísimos con sus atorrantes y empalagosas peroratas verdirrojas.
Un leonés muy popular, José Luis Prada, escribió en la prensa provincial (¡marzo de 1998!) un artículo que ahora viene pintiparado. Lo tituló «Mi verdad sobre los incendios en el Bierzo». En él exponía cuatro razones como puños, encaminadas a explicar por qué tres décadas más tarde podría suceder lo que ahora está sucediendo en tierras bercianas. Profético Prada «a tope». Sus razonamientos son perfectamente aplicables a otros muchos lugares del solar patrio tan oscurecidos por aterradoras humaredas.
En 1627 Lope de Vega compuso una comedia titulada «Del monte sale quien el monte quema», lo cual nos indica que esto de quemar los bosques viene de antiguo. A un resignado lugareño gallego le oí un día esta lapidaria y fatalista sentencia: «O monte ten que arder». Y se va cumpliendo. Salvo que, de una vez por todas y antes de que sea demasiado tarde, caigamos en la cuenta de que para prevenir los fuegos en la temporada estival hay que poner los remedios en pleno invierno.
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