CHURRAS Y MERINAS

Melancolía otoñal

Tal vez porque, como sostenía Nietzsche, el otoño sea más una estación del alma que de la naturaleza

Domingo, 5 de octubre 2025, 05:30

Como que no quiere la cosa, nos hemos metido de hoz y coz en el otoño, la estación que pone fin a las luminosas jornadas veraniegas y da paso a la soledad de los pueblos, traspuesta ya la desbandada de veraneantes que animaron calles y festejos en agosto. Ahora empiezan a anunciarse las grisáceas desnudeces invernales. Porque, en efecto, a punto están de amarillear las hojas, esas que, una vez despojados los árboles de lo superfluo, formarán crujientes alfombras en parques y jardines. Hay años en los que el otoño llega en silencio, pausado, y se nos instala casi sin darnos cuenta. Otras veces irrumpe violento, como si los vientos que le suelen acompañar a modo de heraldos preludiaran el cortejo de heladas que nos van a acompañar durante los meses más crudos del invierno. A mí, como a otros muchos, el otoño me resulta algo deprimente, propenso a la quietud, a la indeseada madurez, a la memoria nostálgica y a la triste introspección, acaso por la decadente hermosura de que hace gala. Tal vez porque, como sostenía Nietzsche, el otoño sea más una estación del alma que de la naturaleza. Cuando «frunce su tul» (Miguel Hernández) y «comienza a ovillarse la energía» (Neruda), cuando todo parece descansar para que, una vez superado el invierno, renazca el nuevo ciclo primaveral, tan cantado por artistas y poetas.

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Pero lo cierto es que, a pesar de esa primera sensación de reflexiva languidez, los paisajes renovados sorprenden por su flamante indumentaria. Los colores se tornan cálidos, amarillos, ocres, marrones pardos, tostados, bermellones con matices anaranjados. «Entre nieblas y abundancia florecen y sonrojan los rastrojos», como leemos en el hermoso poema de John Keats. Artistas y poetas de todas las épocas han cantado al otoño casi tanto como a la primavera. Belleza y decadencia se conjugan en sugerentes contrastes estacionales. Los pintores y también los fotógrafos han sabido sacarle partido a esa gama tan variada que acabará plasmada en lienzos y en las retinas de sus cámaras. A los demás, una vez que el otoño columbre su presencia en el ocaso del calendario, nos quedará la dulce tristeza de las tardes de lluvia, el olor de la tierra mojada y el aroma de los puestos de castañas, con leños y carbones chisporroteando en las casetas y los tibios cucuruchos acurrucados en el cuenco de la mano.

Los viñedos han adelantado este año la madurez del fruto debido a los excesos de calor del pasado agosto. La vendimia toca a su fin. Pero aún podremos disfrutar de algún veranillo que nos permita valorar la belleza de lo efímero. Veranillos de San Miguel y San Martín que, a modo de engañosos espejismos temporales, rememoran con sus temperaturas suaves un verano no tan alejado en el tiempo, pero distante en los pliegues y repliegues de la gozosa memoria estival.

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