Una lotería mortal

Cuatro familias viven ahora mismo desgarradas por el dolor de la pérdida de un ser querido y todas ellas se preguntarán qué pasó

Estremece intentar entender que un día estamos aquí y al rato siguiente puede que no. Entender que la muerte no es algo que llegará en el futuro cuando seamos ancianos y se nos acabe la cuerda, sino que la historia puede interrumpirse de golpe, como un apagón vital, en determinadas situaciones las que nuestra seguridad está más expuesta, como es el asfalto. Este fin de semana han muerto cuatro personas en las autovías salmantinas. El balance es demoledor, más propio de aquellos fines de semana estivales de finales del siglo pasado cuando aún hablábamos de la «carretera de la muerte» y miles de vehículos portugueses atravesaban la provincia por carreteras de doble sentido. Pero aquellos tiempos quedan muy, muy lejos. O al menos eso creíamos. ¿Qué está pasando?

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Les anticipo que no tengo respuesta para esto. Cuando se completó la red de autovias sobre las antiguas carreteras nacionales, las estadísticas de siniestralidad se redujeron drásticamente, como tenía que ser. A la mejora de la red viaria acompañaron las políticas gubernamentales para incentivar la compra de coches nuevos y renovar así el parque automovilístico. Todas estas medidas han salvado muchas vidas. Pero el ancho del arcén, los sistemas de asistencia a la conducción y los Presupuestos del Estado no van a poder contrarrestar siempre algo tan obvio que a veces olvidamos: al volante de los vehículos sigue habiendo (todavía) personas.

Cuatro familias viven ahora mismo desgarradas por el dolor de la pérdida de un ser querido y todas ellas se preguntarán qué pasó. En estas situaciones puede que nunca se sepa si falló la mecánica, si se pisó un bache, si se cruzó un animal salvaje. Las investigaciones de Atestados quizás lleguen a averiguarlo o puede que no. La última víctima de la negra serie de este fin de semana fue un hombre de 54 años que se salió de la vía en una carrera local. Yo sé por qué me salí de la vía en aquella autopista catalana hace ya unos cuantos años, cuando estuve a punto de no contarlo. El escenario no hacía temer por mi seguridad: el firme era estupendo y mi velocidad rondaría el límite, kilometro arriba, kilómetro abajo. Pero el viaje era largo, estaba cansado y cometí la estupidez de apartar un instante la vista de la carretera para mirar donde debía tomar la salida. Por suerte, pese a que el volantazo me llevó a chocar con el muro de cemento que hacía de mediana antes de volcar, la solidez de mi coche y el buen funcionamiento de los airbags me salvaron la vida y pude salir ileso.

Ninguna campaña de concienciación de la Dirección de Tráfico logrará erradicar por completo los accidentes, porque los humanos seguiremos cometiendo errores al volante. Nos seguiremos confiando y seguiremos conduciendo con una copa de más «porque no os preocupéis, yo controlo». No será como antes, obvio, pero la lotería mortal que acecha en las carreteras podrá volver a tocar, y en ocasiones, como esta maldita vez, con toda la fatalidad acumulada en tres días negros.

Es ley de vida. Ya puede el Gobierno inyectar más millones al Ministerio de Igualdad en campañas como la que verán hoy en estas páginas que siempre habrá merluzos y salvajes que falten al respeto y abusen del prójimo en distintos grados. El factor humano lleva consigo ese lastre de irracionalidad o insensatez que intenta pulir el sistema educativo, con distinto éxito según los casos, pero ningún decreto podrá impedir que en algunas ocasiones alguien tome el teléfono estando al volante o emprenda un viaje sin haber descansado lo suficiente.

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Nunca sabremos qué nos deparará el destino, pero siempre vamos a poder tomar más precauciones para seguir vivos y poder descubrirlo.

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