No soy entomólogo, pero estoy convencido de que murió de calor. Mi cocina cuenta con una pequeña galería acristalada, donde colocamos la lavadora para ahorrar espacio. Sobre ella, los productos para la colada. Retiré el bote del quitamanchas y el cadáver estaba allí. Una araña patilarga, colocadita, ordenada. Se diría que amortajada.
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Las arañas y yo mantenemos un conflicto territorial por la propiedad de las cuerdas del tendedero. Ellas sostienen sus derechos históricos –estaban antes– y yo que me hago cargo de la hipoteca. No son infrecuentes sus incursiones en otras zonas de la casa y esa pobre estaría en ello sin saber que se adentraba en el infierno. Esa galería, orientación este, entre cristales, supera en las olas de calor los cuarenta y muchos grados.
A pesar de la geopolítica, sentí pena. Descansa, guerrera, le dije. Y me acordé de la compasión que siempre me ha despertado Ötzi, ese guerrero fallecido en los Alpes hace 5.300 años por una flecha traidora y cuya momia, conservada en hielo, se expone hoy, en una eterna soledad congelada, en una cámara frigorífica en el museo de Bolzano después de un conflicto entre Italia y Austria por ver exactamente en qué lado de la raya había aparecido el cuerpo. Así que le di un final digno a la araña con un papel de cocina.
No sé qué será peor: la soledad ante el inmenso frío o ante el calor más cruel. Seguramente lo segundo. Nos imaginamos el infierno como el lugar con más calor posible, y en el infierno siempre se está solo. Pensaba en lo solos que se sentirían quienes vieron acercarse las llamas a sus casas y solo tenían un tractor con que el trazar un cortafuegos desesperado. O un rastrillo, o unas garrafas recicladas. O los que salían de su casa sin saber qué sería de ella, qué habría sido de ella cuando volvieran. Sus cosas, sus recuerdos. Su modo de vida en un rincón que a nadie le importa lo suficiente como para enviar un puñado de bomberos a tiempo. Me enviaban vídeos desde Cerezal de Puertas: aquí no hay nadie, nos han dejado solos. De fondo crepitaban vigas y marcos.
También pienso en el horror de quien se ha visto copado por las llamaradas y sabe que no hay escapatoria. Esa soledad asfixiante y última. Roja y luego negra. Porque en el infierno siempre se está solo y el infierno es negro.
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Sé que estamos ante un desafío sin precedentes. Condiciones climatológicas de pesadilla, incendiarios malnacidos. Suma de fuegos y fuegos que desbordan los operativos que trabajan más allá de la extenuación y lo posible, pero algo tiene que pasar cuando sobre la comarca más despoblada de Europa cae un manto negro de más de cien kilómetros cuadrados.
Estoy bastante seguro de que a Ötzi le habría dado muy igual si la flecha lo mató en Austria o en Italia. También de que a la pobre gente que ha visto arder sus vidas le es indiferente la bandera que se ponga sobre el ataúd en el que se han convertido tantos pueblos.
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