Se cumplen cincuenta años de la muerte del dictador y el Gobierno de Pedro Sánchez ha conseguido ponerlo de moda. En lugar de pasar página, ... el sanchismo está empeñado en utilizar la figura de Franco como ariete contra la derecha y lo que está consiguiendo es volver a dividir la sociedad en dos bandos. Una estrategia muy rentable, similar a la que emprendió el inefable Rodríguez Zapatero cuando confesaba que para ganar las elecciones necesitaba incrementar la tensión, pero que está llevando a España a lo más profundo de los tiempos oscuros.
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En lugar de borrar de manera eficaz pero discreta las huellas del dictador, como han hecho en Salamanca el Ayuntamiento retirándole el privilegio de alcalde de honor y la Universidad el título de doctor honoris causa, el sanchismo mantiene los símbolos franquistas en la fachada de sus edificios en la capital pero se gasta el dinero de todos en pagar generosamente supuestos eventos antifranquistas a los que no acuden ni los que lo organizan.
Sánchez ha decidido convertir la efeméride en un espectáculo político de dimensiones casi rituales con homenajes solemnes a las víctimas, incluidos etarras con asesinatos a su espalda, paneles «académicos» cuidadosamente seleccionados y una cascada de gestos simbólicos que más parecen un intento desesperado por reescribir el pasado que un ejercicio sincero de memoria. Lo que debería ser reflexión sosegada se ha transformado en propaganda: un teatro donde el pasado se agita como si aún estuviera vivo.
A Sánchez no le interesa hacer justicia sino colocar una cortina de humo que evite las sospechas y las noticias sobre la corrupción de su entorno, que ya afecta de forma directa a la sede de Ferraz.
El inquilino de La Moncloa ha encontrado en Franco una herramienta salvadora. Nunca un muerto dio tanto rédito político. Cuanto más se habla del dictador, menos se habla de Ábalos, de Cerdán, de su fiel fiscal general, de su amada esposa, de su querido hermanísimo, del desgaste institucional, de los bandazos legislativos, del caos territorial, de la pobreza rampante, del encarecimiento de la vida o de las sombras internas del propio PSOE.
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El problema es que la maniobra empieza a desbordarse. La ciudadanía siente que se la trata como a un público cautivo obligado a escuchar una letanía que no resuelve nada. Y los jóvenes, especialmente, manifiestan un hartazgo que ya roza la desorientación. Se les exige que reflexionen sobre un régimen que no vivieron mientras se les niega un horizonte laboral, una vivienda o una mínima estabilidad. Y ante la saturación propagandística del Gobierno, muchos responden con una rebeldía torpe pero comprensible, trivializando el franquismo, jugando con símbolos que apenas conocen o usando al dictador como provocación cultural contra un poder que insiste en sermonearlos. Es la política del péndulo: cuanto más se fuerza un discurso, más crece la reacción contraria.
De eso se beneficia Vox que aprovecha el agotamiento social para enarbolar un relato revisionista que presenta al franquismo casi como un episodio de orden frente al caos. Es una estrategia tan irresponsable como la del Gobierno. Si Sánchez utiliza el pasado para encubrir su incompetencia, Vox lo usa para blanquear una época que se impuso a sangre y fuego sobre millones de españoles. El revisionismo de la extrema derecha es el espejo simétrico de la manipulación sanchista: dos distorsiones que se retroalimentan.
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Al final, se confirma aquella máxima de los primeros tiempos de la democracia: contra Franco hay muchos que viven mejor.