La reciente decisión de PP y Vox en Jumilla de prohibir los actos religiosos musulmanes en espacios públicos ha encendido un debate que va mucho más allá del municipio murciano. Es, en realidad, un espejo incómodo en el que Salamanca deberían mirarse con atención. Porque mientras se endurecen discursos y se levantan muros, la demografía nos grita que sin inmigración no hay futuro, al menos en esta provincia.
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En el último año la población salmantina ha «crecido» un 0,27 %. Cinco nuevos vecinos cada dos días. Una cifra que, para lo que somos, parece un boom demográfico… hasta que uno mira a la competencia y ve que seguimos en la cola de un país que se aproxima a toda velocidad a los cincuenta millones de habitantes.
La población española de la provincia lleva veinte años menguando. En ese tiempo hemos perdido 31.679 nacionales. Entre funerales y maletas, la cuenta es clara. Y, sin embargo, en los últimos tres años hemos logrado frenar la sangría. No es un milagro: es la inmigración.
El 7,2 % de nuestros vecinos son extranjeros, uno de cada catorce. En el último año hemos recibido 2.439 más. Los inmigrantes han crecido un 12 % mientras los españoles seguimos bajando un 0,5 %. Ellos son los que ponen niños en las escuelas, los que sirven cafés en la Plaza del Corrillo, los que mantienen abiertas las tiendas en los pueblos y los que cuidan a nuestros mayores cuando nosotros no podemos. Sin inmigrantes tendríamos los pueblos más vacíos, las aulas cerradas y los bares con la trapa bajada.
Jumilla es el síntoma de que el PP se está acercando peligrosamente al discurso xenófobo y racista de Vox. La Iglesia española ha salido al paso de la decisión del ayuntamiento murciano recordando que «las manifestaciones religiosas públicas, entendidas como libertad de culto, están amparadas por el derecho a la libertad religiosa, un derecho humano fundamental protegido por la Constitución». Bien es verdad que lo que se ha prohibido son los actos religiosos en locales municipales, pero el sentido de la moción del consistorio está muy claro y no es precisamente conciliador ni integrador, sino todo lo contrario.
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La integración no es fácil, y menos cuando se trata de inmigrantes con una religión y una cultura muy diferentes a las nuestras. Pero no se logra acabar con el problema con prohibiciones ni vetos. Se logra con normas claras, sí, pero también con respeto. En primer lugar, hay que exigir que los extranjeros respeten nuestras normas y en segundo término, hay que respetar sus costumbres siempre que no vayan contra nuestros principios básicos de convivencia.
El discurso del PP hasta ahora había estado demasiado pegado al buenismo de las propuestas socialistas, que apuestan por el efecto llamada y nunca han sabido potenciar una inmigración legal y dirigida hacia la demanda laboral efectiva.
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Por lo visto en Jumilla, Feijóo y compañía están cambiando de un extremo al otro sus principios para taponar la fuga de voto xenófobo hacia Vox. Me parece un error, porque hay un espacio, donde nos situamos la mayoría de los españoles, para una propuesta de inmigración controlada y ordenada. Entre otros motivos, porque necesitamos extranjeros para cubrir los puestos de trabajo vacantes. Y hay espacio también para una política efectiva de apoyo a la natalidad que ningún gobierno ha abordado con decisión durante décadas de declive demográfico. Las ayudas a la natalidad son irrisorias, igual que la política fiscal respecto a los hijos y las familias numerosas.
Ese camino no se puede andar de la mano de Abascal, para quien todo inmigrante es un enemigo.
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