Pedro Sánchez se ha convertido en un experto en desviar la atención. Cada vez que un caso de corrupción amenaza con devorar su credibilidad, si es que le queda alguna, despliega el mismo guion: hablar de Gaza, de Israel, de la ONU o de cualquier escenario que aleje la mirada de lo que ocurre demasiado cerca de la Moncloa. Lo hizo con Ábalos, sus chicas y su maleta, con Cerdán y sus maniobras orquestales en la oscuridad, con el escándalo del procesamiento de su fiscal general, y lo repite ahora con los casos que afectan a su hermano y a su esposa.
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La última ha sido declarar con la solemnidad propia de un mentiroso empedernido, que su hermano y su esposa son inocentes. ¡Paren las máquinas y cierren los juzgados! No hay caso, todo es un invento de los medios de ultraderecha y de los jueces, que en España por lo que se ve son todos fachas. Ha tenido la desfachatez de pedir que cuando salga la sentencia sobre Begoña y el hermanísimo, la noticia tenga la misma repercusión mediática que han tenido las sospechas de los últimos meses. Es decir, que la información saldrá en un breve en los telediarios y periódicos del régimen.
Sin embargo, los hechos son tozudos. El juez Juan Carlos Peinado ha propuesto que Begoña Gómez sea juzgada por un jurado popular por malversación en el nombramiento de su asesora, Cristina Álvarez y deberá comparecer este sábado para concretar la imputación. El auto confirma que existen indicios suficientes para avanzar en el procedimiento. No es una campaña mediática, es una decisión judicial. Y en el caso del hermanísimo, no es un juez, sino la Audiencia de Badajoz la que avala el procesamiento e incluso apunta a la decisiva influencia de Sánchez en la contratación fraudulenta y maloliente del músico.
Para despistar del espectáculo de corrupción que le rodea, Sánchez redobla su puesta en escena internacional. Se erige en paladín de la paz en Oriente Medio, multiplica sus intervenciones sobre Gaza y, para colmo, utiliza al rey Felipe VI como altavoz de su postura en la ONU. No le importa arrastrar a la Corona a un terreno político que debería resultarle ajeno y convierte al jefe del Estado en portavoz involuntario de una agenda diseñada para tapar las debilidades del Ejecutivo. Los discursos de Felipe VI los controla Moncloa, pero al menos el rey ha tenido la dignidad de no hablar de genocidio, de denunciar la «brutal matanza» de Hamas y pedir a los terroristas que liberen a los rehenes. Algo que nunca haría Sánchez.
Estamos en un tiempo en el que el del Falcon no puede gestionar porque no cuenta con mayoría en el Congreso y se limita a la propaganda. Lo cual no es necesariamente malo, porque cuando le apoyaban los separatistas, golpistas, comunistas y proetarras, todo lo que gestionaba era para mal.
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La sombra sobre Begoña Gómez no se despeja porque su marido hable de paz en Gaza. El hedor de las andanzas de Koldo, Ábalos y Cerdán no desaparece con fotos en cumbres diplomáticas. Y la credibilidad de la fiscalía no se recupera atacando una vez más a los jueces.
Lo que sí consigue el presidente es retrasar el momento de la verdad. Confía en que los españoles, saturados de noticias y titulares, pasen página antes de las elecciones. Una democracia anestesiada por el espectáculo político, acostumbrada a convivir con un líder que ha hecho de la manipulación su principal herramienta de supervivencia. Pero la realidad siempre acaba imponiéndose. Para su desgracia, cada vez son más los que miran más allá del humo.
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