El apernador

El apernador es el personaje que se dedicaba a captar votos, asegurar apoyos electorales o consolidar clientelas políticas

El verbo apernar según María Moliner proviene de la imagen del perro: «Coger el perro [de caza] la presa por las patas» y la RAE: «Asir o agarrar por las piernas alguna res», lo que en ambos casos equivale a: sujetar, fijar, amarrar algo de una manera firme, lo que se puede trasladar al terreno político, como asegurar el voto.

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El apernador es el personaje que se dedicaba a captar votos, asegurar apoyos electorales o consolidar clientelas políticas para un candidato, partido o facción. Se movía en la frontera entre la militancia activa y el trabajo operativo de campaña. Cumplía un rol eminentemente pragmático como era el conseguir el respaldo electoral concreto para el candidato o partido al que servía. Su éxito era mensurable en cifras y no tanto en el grado de adhesión ideológica. Era el encargado de que la voluntad del elector no fluctuara, sino que permaneciera leal hasta el día de la elección.

En los barrios urbanos, zonas rurales y comunidades periféricas se convertía en el escalón de confianza entre el político y el ciudadano. Es el que identificaba a los electores, pues conocía su territorio, a los líderes vecinales, a las familias de mayor influencia y a los grupos organizados, principales graneros de votos. Se valía de la interacción activa: conversaba, convencía, comprometía y movilizaba al personal asegurando que la persona acudiese a votar.

Como intermediario recogía las necesidades de la comunidad y las trasladaba al político, con lo que hacía real el acto simbólico de que era una vía para obtener beneficios concretos. Procuraba que el votante no cambiara de bando a última hora, reforzando las promesas y recordando los compromisos.

Solía ser alguien muy bien conectado con la comunidad: dirigente vecinal, líder local, comerciante o persona con amplia red de confianza, que supiera leer a las personas, detectar sus motivaciones y ofrecer inmediatas respuestas. Aunque su actuación era debida a lealtad política o ideológica, en determinaos casos recibía compensaciones económicas, laborales o simbólicas.

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En resumen, como captador de votos encarnaba la dimensión más pragmática y a veces la más cuestionada de la política electoral. Se movía entre la militancia y el clientelismo, entre la persuasión legítima y la transacción cuestionable. Reflejaba una realidad: la democracia no se construye solo con discursos en los medios, sino además, con vínculos personales que alguien debe tejer y mantener. Esa es la labor silenciosa, pero influyente, del apernador.

El apernador es un personaje inmortal, es de una dinastía interminable que se transmite de generación en generación y en Salamanca se dieron célebres apernadores. Durante los períodos electorales el estómago del apernador empezaba a recibir mosto de las tabernas del distrito electoral de una forma inusitada; no solo bebía, también fumaba y repartía tabaco y hacía alarde del mucho dinero de que disponía el candidato que le alquilaba.

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Llevaban cayada, pelliza, gorra bilbaína y una gran leontina que adornaba su chaleco. Con gesto fanfarrón, reunían a los electores, los encerraban la víspera de la elección y los soltaban por la mañana tan pronto hubieran depositado su voto en el Colegio Electoral, bajo su estrecha vigilancia. El actor de hoy es más espabilado y no necesita de apernador por lo que sobra esta figura, al igual que la pegada de carteles, la propaganda, las promesas, los programas y hasta la mayoría de los alegres y confiados candidatos.

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