La virtud de Sánchez es la confusión

El problema no es solo que se difundan mentiras, sino que la gente termina por desconfiar incluso de las verdades contrastadas

Domingo, 19 de octubre 2025, 05:30

El conocido y buen periodista de origen chileno John Müller publicó el jueves pasado un artículo en ABC titulado «La fábrica de verdades» que no ... tiene desperdicio. Como me voy a inspirar en él, obviaré a los lectores las pesadas comillas.

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Al inicio del citado artículo se lee: en la política contemporánea, «ganar el relato» ya no es una ambición; es una necesidad de supervivencia. El Gobierno de Pedro Sánchez ha elevado esta práctica a su máxima expresión, desplegando una maquinaria sin precedentes que va del CIS a RTVE. En cuanto al CIS, no cabía esperar otra cosa que la vergüenza de unos resultados increíbles. Y respecto a RTVE, de Cintora y otros parecidos no se podía imaginar otra cosa que el sectarismo político y la censura de lo que dice el adversario.

El método que se aplica desde Moncloa es claro: saturar el espacio público con mensajes emocionales cargados de moralina. Esta maldita metodología está diseñada por un tal Diego Rubio, asesor del presidente, como arquitecto intelectual. Rubio defiende que la política es una competencia de visiones y no de verdades. Y bajo esa premisa, se han borrado los límites entre relato y realidad. Cuando Sánchez afirma con firmeza que nunca felicita a los premios Nobel -pese a la abrumadora evidencia de lo contrario-, no incurre simplemente en una falsedad, sino que pone en duda la verdad e institucionaliza la mentira como método.

Según la inigualable Hanna Arendt, el totalitarismo no se alimenta de dogmas inamovibles, sino de la destrucción de la confianza en cualquier verdad. Si todo puede ser cuestionado, nada es cierto. Y una ciudadanía que no cree en nada es presa fácil de quien promete todo, aunque sea sin presupuestos.

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Hay una gran parte de la población española que cuando se equivoca al juzgar una noticia lo hace más por dudar de la información veraz que por tragarse bulos. Como recordaba Kiko Llaneras estos días, el exceso de escepticismo es hoy más dañino que la credulidad. El problema no es solo que se difundan mentiras, sino que la gente termina por desconfiar incluso de las verdades contrastadas.

Lo peor de todo es que cuando un Gobierno empieza a creerse su propia propaganda, deja de gobernar para los ciudadanos y comienza a hacerlo para un simulacro de país que solo existe en su imaginación.

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El populismo postmoderno no impone dogmas: impone confusión. Y en esa niebla, el poder se hace inexpugnable. Hasta que la realidad, siempre terca, vuelve a abrirse paso.

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