Al Ilmo. Académico de la RAMSA, Dr. Juan Francisco Blanco Blanco
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«Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre». Así se confesó Adriano, emperador de Roma, ante su amigo Marco en aquella larga carta con la que Marguerite Yourcenar retrató la vida del que se dijera uno de los «cinco emperadores buenos» del Imperio romano. Pero no hace falta ser emperador para sentirse terriblemente empequeñecido ante un médico cuando la enfermedad se prende en los adentros y el temor nos encoge el alma. Algo que pude recordar escuchando la primera parte del discurso de ingreso en la Real Academia de Medicina de Salamanca (RAMSA) del profesor J.F. Blanco, catedrático de Cirugía Ortopédica y Traumatología de la Facultad de Medicina y jefe de servicio en el Hospital Universitario de Salamanca.
Un discurso que, más allá de la lección académica, estuvo desbordado de humanidad. Esa humanidad que hoy tanto se echa de menos, dentro y fuera de la medicina. Esa humanidad tan difícil de equilibrar con los avances de la nueva era: la tecnología, la ingeniería genética, la inteligencia artificial... Esa humanidad que necesita ver en el médico a otro hombre (o mujer) con el que compartir el misterio de la finitud, la indulgencia de la esperanza. No hay miradas que dialoguen más sobre la vida que las que se cruzan un médico y un paciente. Porque estoy convencida de que en ese encuentro de sus ojos está el maravilloso acto de la comunicación y complicidad humanas, que trascienden a toda historia clínica y enfermedad. Aunque esto hoy parezca pertenecer a un tiempo ya inconquistable.
Dedico esta columna al profesor Blanco, ya ilustrísimo académico, por celebrar que aún existen quienes se resisten a olvidarse de la persona que está tras un número de cartilla de la Seguridad Social. Decía el Dr. Marañón que «no es posible imaginar un médico sin cultura humanística». Aunque de poder sacudirse las cenizas don Gregorio y asomarse al mundo, se llenaría de tristes tembladeras. Afortunadamente el profesor Blanco forjó su personalidad y vocación con aquellos valores de una escuela rural donde el aprendizaje y la ética iban de la mano. Una escuela de aquellos alrededores del Petavonium -campamento romano del valle de Vidriales- de Antonio Colinas, donde el poeta también tuvo su infancia y memoria vital. Recuerdo que cuando Colinas publicó «Leyendo en las piedras» (Siruela, 2006), yo le hablé de las dulcísimas peras que me traía Ana, la madre de Juan Blanco, por septiembre. El pasado jueves, durante la ceremonia de ingreso, aquellas peras se me hicieron una feliz y orgullosa añoranza. ¡Enhorabuena amigo!
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