Eso decía mi abuelo: «voluntario, ni a la mili, hijo». La verdad es que los jóvenes nos caracterizamos por no hacer mucho caso a nuestros mayores, por escuchar más bien poco sus consejos y por hacer lo que nos viene en gana. Y hasta puede que sea lo mejor, porque tendemos a reparar el mal ajeno, naturalmente sin éxito, cuando más nos valdría revisar cómo tenemos de ordenadas nuestras propias existencias. Lo de escuchar sí que requeriría de atención especial: es un problema sin resolver en nuestra sociedad, agravado por el crecimiento inmisericorde de las redes sociales, que veremos dónde nos termina llevando, en términos de comunicación interpersonal.
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Yo hice caso omiso a mi abuelo y me presenté voluntario al ejército, de lo cual no me arrepiento, en absoluto, aunque cambiase mis planes de vida, para bien y para siempre. Un afortunado. Si bien, no dejo de sentir gatos en el estómago, como suele decirse vulgarmente, cuando veo a personas de todas las edades, por cierto, muchos de ellos jóvenes, ayudando a los demás de manera desinteresada, sin terminar de tomar acción y de proponerme como uno más, viendo la labor social encomiable que realizan. Por ese motivo, aplaudo los galardones y reconocimientos que el Ayuntamiento de Salamanca va a entregar a esos voluntarios que nutren las más de cien asociaciones que pueblan nuestra ciudad.
No obstante, y sin querer modificar lo anterior, sería bueno reflexionar, siquiera mínimamente, lo que significa el voluntariado como obra social. Sin ser especialista en la materia, ni pretenderlo de repente, el voluntariado viene a rellenar un espacio que bien podría ser parte de lo público. Si hace unos días, tomaba como referencia en estas líneas el problema subyacente de la empleabilidad por encima de los cuarenta y cinco o cincuenta años, qué bien vendría a muchos desempleados ocupar ese espacio y su tiempo en ayudar a los demás, con la falta que hace a muchos colectivos francamente desprotegidos, cuando no olvidados.
Solo las familias que conviven con algún tipo de situación de enfermedad, desamparo o infraexistencia, saben lo que significa simplemente sobrevivir. Su calidad de vida está supeditada a las ayudas, ya sean económicas o estructurales. Hoy en día, el Síndrome de Down nos parece más natural por el enorme esfuerzo y trabajo de quienes han ayudado a esos niños y niñas a abordar sus vidas desde las capacidades y no desde las debilidades. Pero hay casos mucho peores y más complejos, ante los que la Administración delega en las asociaciones. Esperemos que los reconocimientos no impliquen un «gracias, pero…». Si baja la condición de imprescindibilidad de las asociaciones sociales, nos quejaremos, aunque seamos de los afortunados que no las necesitamos o de los cómodos que con una columna pretendemos dar por buena la no acción.
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