Como cada verano, acudo a fiestas de pueblos a las que me invitan. Eso me retrotrae a mi juventud, cuando lo hacía con mi grupo de amigos. Era parte de aquellos veranos de estudiante que daban para todo. Hasta para aburrirse. Corríamos los encierros, hacíamos el desayuno potente, empalmábamos con la comida a base de picoteo y a dormir la siesta, para poder aguantar otra noche dura. Jamás, y digo jamás, se nos ocurrió destrozar mobiliario urbano, molestar a los vecinos o contravenir las normas básicas de comportamiento cívico. Nunca y en ningún lugar. Solo diversión pura y dura.
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Este año, el comentario general entre los vecinos de uno de los pueblos fue una situación de esas que me cuesta concebir, porque no es cierto que con la edad nada te sorprende. Yo sigo con la boca abierta. Durante las pocas horas de sueño, unos cuantos desgraciados rajaron las ruedas de la furgoneta de la empresa que nos sirvió la parrillada la noche anterior, sin más intención que la de hacer el mal al prójimo. Tendrán las imágenes en sus dispositivos móviles, seguro. Y las verán en grupo, regocijándose entre risotadas.
He tenido la suerte de viajar a muchos lugares. En aquellos países que tenemos como espejos democráticos es donde he visto las actuaciones policiales y sus posteriores respuestas judiciales más rápidas y contundentes. Una sociedad libre que se precie debe de mantener el orden establecido. Es parte de la idea del contrato social de Rousseau: ceder parte de la libertad individual, para obtener protección en un entorno seguro. Sé que los cuerpos policiales tienen trabajo, por más que vivamos en una tierra donde los acontecimientos delictivos son porcentualmente más bajos que en otras del entorno. Pero hay espacios donde la falta de elementos de seguridad —como las cámaras que hoy inundan las ciudades o capitales de provincia de cualquier rincón de nuestra comunidad— los convierten en escenarios perfectos para este nuevo tipo de animales humanos sin domesticar, cuyo único divertimento es hacer daño. Frente a ellos, la unidad de esas fuerzas policiales competentes para pararlos. No pueden quedar en anécdotas hechos que se van tornando en costumbres.
La Guardia Civil tiene en Salamanca uno de los servicios con mayor capacidad tecnológica y personal especializado en la materia. Estos vándalos son usuarios de las redes e incapaces de no compartir sus fechorías, alardeando de su mocerío mal entendido. Yo los visualizo como los delincuentes del futuro. De esos capaces de agredir mañana a otros jóvenes, en algún alarde de testosterona nocturno cada vez más habituales en las noches salmantinas. Como con las malas hierbas, hay que arrancarlos cuanto antes, para que no pudran las semillas de alrededor. Sobre todo, ahora que tenemos la mecha de la incertidumbre y la pólvora de las redes sociales como riesgos supremos.
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